lunes, 24 de noviembre de 2008

La luz de la linterna (cuentos cinematográficos)

La luz de la linterna

(cuentos)



por


Alvaro Sanjurjo Toucon



alvaro sanjurjo toucon
l.a. de herrera 1042 ap. 606
11300 montevideo – uruguay
tel. 622 12 49
e-mail: asanju@adinet.com.uy





índice



La viuda Figueira .............................. 4

Puntualidad ....................................... 18

Infatigables trabajadores ................. 25

Ilusiones .............................................. 34

El Espejo ............................................ 44

Filatelista ............................................ 50

Idea fija ............................................... 65

Lazos familiares .................................. 72

Hotel Palimpsesto ................................ 83

Alegrías ................................................. 93

Miedo .................................................. 102


Texto para tapa posterior y/o solapas






La luz de la linterna. Seres cotidianos, montevideanos y también otros que vivieron en la capital uruguaya en un tiempo que va desde la victoria uruguaya en Maracaná (l950) hasta la llegada del año 2000. Esperanzas, frustraciones, alegrías, temores y tristezas: vivencias fácilmente identificables. Once relatos, once ficciones acronológicas, independientes e interrelacionadas, desplazándose sobre un trasfondo real. El protagonista de una historia es personaje secundario en otra, o apenas una sombra que pasa. Y uniéndolo todo: el cine, las películas y las salas cinematográficas que estamparan su variable e indeleble huella en cada ser humano de esos multifacéticos cincuenta años.





Alvaro Sanjurjo Toucon
Montevideo, 1942
Crítico, investigador y docente cinematográfico. Su trayectoria incluye prensa escrita, radio y televisión. Como investigador merecen citarse sus trabajos acerca del “Salón Rouge” (primera sala cinematográfica del Uruguay) y sobre la carrera fílmica del líder cubano Fidel Castro. Incursionó en la fotografía, destacándose su serie sobre el “Conventillo Medio Mundo”. Publicó los libros “Tiempo de Imágenes” (cine en el Uruguay) y “Biografías Biodegradables” (biografías de personalidades diversas, en clave de humor, aparecidas originalmente en la desaparecida revista “Guambia”, bajo la firma de “El Miope”). “La luz de la linterna” es su primer trabajo en narrativa.


1.- La viuda Figueira

La viuda Figueira era una mujer joven y atractiva. Apenas rebasaba los treinta años. De mediana estatura, su triste rostro no ocultaba la belleza de su piel aporcelanada. De caderas algo anchas, no se la podía considerar una mujer gorda. Su andar era sinuoso y su cuerpo, en el que se destacaban unos pechos puntiagudos -seguramente producto de los sostenes de moda por esa época-, atraía invariablemente las miradas masculinas.
El esposo, unos diez años mayor que ella, había fallecido hacía cuatro años, en un accidente automovilístico. La viuda tenía desahogada posición económica. De su marido heredó una casa de repuestos para automóviles en la calle Cerro Largo, y también poseía las propiedades que le habían legado sus padres: dos gallegos que a lo largo de los años y tras absurdas privaciones lograron reunir una pequeña fortuna invertida en inmuebles.
Cuando sobrevino la soledad conyugal, la viuda Figueira no tenía más familia que dos hijas en edad escolar. Leonor, la mayor, y María Teresa, la pequeña. Las niñas iban a un colegio de monjas desde la mañana hasta el atardecer. En sus largas y solitarias jornadas, la viuda pasaba día tras día por el negocio, donde permanecía entre diez y veinte minutos. Su presencia era meramente formal, pues al frente del comercio estaba Marcelo, cuarentón reciente, empleado de confianza desde hacía más de una década, y primo lejano del fallecido propietario. Varios muchachos de alrededor de veinte años completaban el personal de la empresa.
Cierto día la viuda pidió a Marcelo detalles sobre la marcha del negocio. Este le propuso revisar los registros contables, con mayor tranquilidad, el sábado por la tarde, fuera del horario de atención al público, sin la presencia del personal. La idea de Marcelo carecía de cualquier intención oculta. Sabía del rechazo de la viuda a todo hombre que pretendiese suplantar al desaparecido marido por cuya alma rezaba todas las noches, ritual integrado a su catolicismo riguroso, acaso ligeramente irracional, producto de su vertiente hispánica visceralmente conservadora. A su vez, Marcelo se había convertido en una especie de monje de vida austera. Su existencia giraba en torno al trabajo desconocedor de toda forma de descanso. Los fines de semana renegaba de cualquier tipo de asueto o diversión, dedicándose a poner al día cuanto se relacionaba con la contabilidad de aquel comercio que era eje y centro de su existencia. La viuda aceptó y ese fue el primer fin de semana en que se separó, aunque más no fuese por unas horas, de las niñas. A la una de la tarde las acompañó hasta el cine Casablanca, en la calle 21 de setiembre, donde disfrutarían de los cuatro films de la matiné. Tras varias recomendaciones, dijo a ambas que la esperasen al finalizar la función; ella vendría a buscarlas.
Entre las estanterías desbordadas de cajas, cajitas y todo tipo de repuestos, la viuda y Marcelo comenzaron a cotejar largas columnas de números que rellenaban múltiples páginas de voluminosos y pesados libros de contabilidad. Al enfrentar una cifra borrosa, ambos ensayaron simultáneamente una frase al tiempo que sus miradas se cruzaron. Quedaron como petrificados. Rápidamente y al unísono se confundieron en un apasionado abrazo al que siguieron ardorosos besos y un desesperado y mutuo desprendimiento de ropas. A los tropezones entre las estanterías, dejando blusa, camisa, pantalón, pollera y otras prendas en el piso, la viuda y Marcelo se encaminaron a la diminuta habitación ubicada al fondo del negocio, donde el hombre vivía. Una pequeña cama turca y las amarillentas fotos colgadas de la pared fueron testigo de aquella pasión casi sin palabras, reiterada varias veces a lo largo de la tarde sabatina. No hubo sino una mínima comunicación entre ambos. Marcelo no era demasiado locuaz ni excesivamente romántico. Y la viuda, confundida, no sabía si se trataba de amor o de la necesidad de un hombre luego de años sin sexo.
A las siete de la tarde la viuda recordó que debía ir a buscar a sus hijas al cine. Vistiéndose sin mirar a Marcelo, en su pensamiento se cruzaban desordenadamente los recuerdos del marido, aquellos pocos años de vida en común, y la satisfacción, alivio y deliciosa sensación que ahora la envolvía. Se miraron, se besaron, y sin decir nada la viuda partió.
Desde entonces, todas las semanas la viuda Figueira y Marcelo se encontraban en la pequeña habitación del comercio. Lo hacían los domingos, pues los sábados Marcelo los destinaba a actualizar, en una sola jornada, la tarea contable que antes le insumía dos días. Marcelo era un animal de trabajo. Su relación con la viuda constituía comodidad y desahogo antes que amor. Ella lo había idealizado hasta convertirlo en la prolongación del perdido cónyuge. Leonor y María Teresa, convertidas en adolescentes estudiantes liceales, continuaban su ritual de la matiné, ahora dominical. Su madre había indicado al domingo como día más conveniente para el entretenimiento cinematográfico; los sábados por la tarde debían dedicarlos al estudio, aseveró cierto día con su acostumbrada firmeza. De mañana a misa, luego el almuerzo, y por la tarde cine; las jovencitas estaban encantadas. Si bien es cierto que no habían tenido opciones diferentes.
Aquellos amores domingueros fueron adquiriendo la rutina de un matrimonio. Marcelo se complacía si le dejaban dormir la siesta. Y la viuda disfrutaba yendo con su amiga Valentina a la confitería, ocasionalmente a algún cine céntrico, para luego dirigir sus pasos hacia la calle Cerro Largo, donde la cortina metálica del comercio le franqueaba el paso a través de una pequeña puerta inserta en la misma.
Leonor, un año mayor que María Teresa, aunque adolescente, poseía el cuerpo y el porte de una mujer. Era voluntariosa y rebelde, según sentenciaba su madre. Mientras que María Teresa, dócil, sometida a los dictados inflexibles de su progenitora, parecía no preocuparse demasiado por destacar sus incipientes atractivos. La viuda no pudo oponerse al noviazgo de Leonor con Ricardo, un compañero de estudios. Con manifiesto disgusto, la muchacha debió aceptar la compañía de su hermana menor en aquellas matinés cinematográficas; largas tardes rebosantes de besos y de manos que apartaba sin demasiada convicción cuando intentaban recorrer sus redondeces o las zonas más recónditas de su cuerpo.
María Teresa ponía un ojo en la pantalla y otro en su hermana y el novio. Sentía una inconfesable y secreta envidia ante aquel romance. No le atraía precisamente Ricardo, pero había comenzado a experimentar los cosquilleos del amor sin percatarse de qué se trataba aquella extraña sensación. La viuda no mencionaba el sexo ante sus hijas y tampoco les brindaba mayor educación al respecto. Simplemente, los domingos por la mañana, cuando acudían a misa, obligaba a sus hijas a confesarse, confiando que los consejos sacerdotales serían buena y suficiente educación para las jóvenes.
Jugando con su atractivo, Leonor despedía a sus novios de tanto en tanto. A Ricardo, le sucedió Francisco y a este varios más.
Aquel cine, al que las hijas de la viuda asistían con la misma religiosidad con que acudían a misa, vendía entradas numeradas. Las hermanas adquirían sistemáticamente las mismas localidades semana a semana. María Teresa comprobó que un muchachito flaco y pálido, también compraba una misma localidad todos los domingos. Era el asiento ubicado junto a ella. Supo que aquel desgarbado y larguirucho adolescente, ligeramente mayor que ella, se llamaba Alfredo, pues con ese nombre le llamó alguien que pasaba a su lado. Domingo a domingo María Teresa y Alfredo compartían las películas sin decirse palabra. Pero de tanto en tanto se sorprendían mirándose con el rabillo del ojo; de costadito, como María Teresa gustaba decirse a sí misma. Una tarde Alfredo hizo un comentario en voz alta respecto a la película que estaba viendo. No se dirigió concretamente a nadie. Simplemente habló. María Teresa, venciendo su timidez, hizo lo mismo. Sin mencionarlo, experimentaron la alegría de haber traspasado una indeseada barrera, estableciendo primitivo y frugal contacto verbal.
El tenue vínculo entre María Teresa, a quienes sus compañeras del liceo habían bautizado MaTe, y Alfredo, fue adquiriendo espesor. Ahora se hablaban directamente, intercambiaban breves datos sobre si mismos. Se referían a sus respectivos liceos, a las zonas donde vivían y a hechos menores a los que daban una dimensión superior: la de la confesión mutua, la de las identidades compartidas.
Un mediodía, a la salida del liceo, María Teresa vio a Alfredo parado junto a un árbol. Avanzó hacia ella y comenzaron a caminar juntos luego un tímido “hola”. En una esquina María Teresa le pidió que la dejara sola; a su madre no le gustaba que la acompañaran muchachos, explicó avergonzada. “Hasta el domingo”, dijeron ambos, mirándose a los ojos con el candor propio de la adolescencia.
María Teresa comenzaba a maquillarse. Un sonrosado proveniente de los cosméticos adornaba sus mejillas. Un tono azulado se vislumbraba en sus párpados y una línea negra resaltaba el borde inferior de sus ojos. El domingo, Alfredo se sintió deslumbrado por aquella transformación. En la matiné proyectaban un western. El corazón le palpitaba y no era precisamente por unas andanzas de cowboys que ya consideraba material para niños. Cuando a MaTe, como él también había comenzado a llamarla, se le cayó algo de su monedero, se apresuró a recogerlo. En la oscuridad de la sala sus manos convergieron sobre el objeto. El aprisionó la mano de ella sin soltarla. MaTe accedió no sin preguntarle: “¿Que hacés?” Inexperto en esas lides, Alfredo no atinó más que a balbucear “Me gustás, querés ser mi novia”. Ella sonrió en silencio, lo miró, y continuaron con las manos unidas.
El lunes al mediodía Alfredo fue a buscar a MaTe al liceo. Caminaban juntos pero no se atrevían a tomarse de la mano a la vista de todos. Iban ajenos a cuanto acontecía a su alrededor. Al doblar la esquina apareció abruptamente la viuda Figueira, suponiendo sin equivocarse cual era la relación de los todavía casi chiquilines. Con voz firme y severa amonestó a su hija con un escueto: “¿Pero vos qué te crees?”. Alfredo, cual un niño al que sorprende la maestra en un acto censurable, continuó silencioso su camino.
Tras muchos ruegos, la viuda accedió a que su hija menor también tuviera novio, estableciendo estrictas condiciones: el muchacho la visitaría en la puerta de la casa una vez a la semana y no más de una hora, los domingos por la mañana las acompañaría a misa, como también hacía Juan Pedro, el actual novio de Leonor. Cuando se planteó la posibilidad de continuar aquel romance juvenil en la matiné dominguera la viuda estaba decidida a oponerse. No lo hizo, de otra manera hubiera puesto un obstáculo a sus sesiones amatorias junto a Marcelo.
La próspera situación económica de la viuda la había convertido en uno de aquellos primeros montevideanos poseedores de un televisor. El aparato sirvió de pretexto para que Alfredo pudiera trocar las visitas en la puerta de calle por el ingreso a la casa de la viuda. Alfredo y María Teresa, así como Leonor y Juan Pedro, debieron suspender los besos furtivos en la puerta de calle, pues en la casa, y alrededor del televisor, no solamente estaban las dos parejas sino también la viuda Figueira y Marcelo. Ni los novios de las muchachas hablaban de Marcelo con ellas, ni ellas hacían referencia alguna a ese hombre al que solamente definieron como “un primo”. Leonor y María Teresa tampoco intercambiaban sus opiniones sobre Marcelo ni preguntaban acerca de él a su madre. Aquel hombre era un enigma para dos adolescentes que preferían no imaginar nada. La figura del padre permanecía vigente en el diálogo cotidiano entre madre e hijas.
Leonor y María Teresa lograron que la viuda accediera a acrecentar las visitas de sus novios. E incluso habían organizado un plan para lograr mayor intimidad. Cuando una de las parejas ocupaba el sofá del living, la otra permanecería en el zaguán. Marcelo se había convertido en un obstáculo menor: solamente iba a la casa una noche a la semana, la del jueves, cuando la televisión emitía una de sus seriales favoritas.
En aquellos días invernales Alfredo usaba un chaquetón marinero de color azul oscuro. Lo abría al tiempo que permitía a María Teresa apoyarse contra su cuerpo. Ambos rodeaban al otro con sus brazos y se confundían en largos, apretados e interminables abrazos. María Teresa tenía una sensación que su ingenuidad en materia sexual no le permitía definir. Especialmente cuando el pene enhiesto de Alfredo rozaba sus entrepiernas y su vientre. Ella se apretaba aún más, sentía que sus pezones se endurecían y el inconfeso deseo de que Alfredo acariciase sus pechos le asaltaba sistemáticamente. Alfredo no cesaba en sus arrumacos, aunque tenía sus dudas respecto al conocimiento de María Teresa sobre lo que ambos experimentaban. Con rusticidad propia de la edad, y sin dejar de presionar a la muchacha contra sí, se preguntaba introspectivamente, con cierto sentimiento de culpa: “¿Esta sabrá lo que es coger?”. María Teresa no lo sabía, por ello no hallaba explicación para aquella sensación, como tampoco sabía a que se debía el torrente húmedo que fluía de su vagina al tiempo que sus redondas y firmes nalgas se sacudían como el aletear de mariposas, en intermitentes y violentos espasmos.
Periódicamente, algún sábado o día feriado, la viuda, ejerciendo su inapelable autoridad matriarcal, disponía la realización de paseos “en familia”. En una de esas ocasiones, allá por 1962, la viuda y su séquito de hijas y respectivos novios fueron al cine 18 de Julio. Se exhibía una película que la publicidad de la época anunciaba como “historia romántica”: “Primavera romana” con Vivien Leigh y Warren Beatty. La viuda era espectadora infatigable de cuanto melodrama sentimental, especialmente si era español, argentino o mexicano, circulaba por las pantallas montevideanas. En la ocasión no se trataba de un film hispanoparlante pero lo ofrecido se presentaba como extremadamente sentimental, con el atractivo de sus protagonistas: la heroína de “Lo que el viento se llevó” y un joven apuesto y muy de moda. Ninguno de los integrantes del grupo osó decir palabra durante la proyección y menos después, cuando todos compartieron un té completo en la cercana Confitería Americana. La historia narrada en aquella película era de amor sí, pero hablaba de una mujer madura y ansiosa que pagaba a un joven y apuesto gigoló por sus favores. La viuda se sintió calladamente molesta por aquella “vergonzosa exposición de abyectas apetencias sexuales” nada indicadas para sus hijas y menos en presencia de sus novios. Las muchachas se sintieron avergonzadas al contemplar semejantes ardores delante de sus galanes. Y ellos se complacieron silenciosamente porque la férrea censura impuesta por la viuda respecto a las películas que veían había sido ingenuamente quebrada por ella misma.
El sexo y sus implicancias se habían instalado de improviso en casa de la viuda. Aquel film “indecente” fue el detonante. Esa misma noche la viuda decidió con cierto rubor alertar a sus hijas sobre “los peligros del sexo”. Leonor y María Teresa vieron ordenarse en sus mentes la larga serie de hechos que compañeras de clase y amigas diversas les habían comentado en tiempos muy recientes. Desde ese momento las muchachas tomaron nota: la mano del novio no podría recorrer su brazo más allá del codo, siempre y cuando este se hallara debidamente separado del cuerpo; al bailar, proximidad que tenía lugar cuando asistían a inocuas fiestas “de quince”, debería existir espacio entre ambos cuerpos. Y por supuesto, el próximo verano tendría severas normas. En la playa, las hermanas no podrían acercarse a sus novios a menos de veinte metros, bajo pena de interrumpir la relación.
Leonor puso el grito en el cielo y aceptó finalmente. María Teresa simplemente aceptó con la docilidad habitual que le impedía desafiar los designios de la viuda, su madre, reiteradamente empecinada en subrayar la responsabilidad que le cabía en su doble rol de “madre y padre”.
La viuda Figueira era presa de sentimientos encontrados. Sabía que sus hijas eran mujeres en ciernes. Lo supo tempranamente, cuando casi al unísono ambas habían comenzado a menstruar, recién cumplidos los doce años una y con poco más de once la otra, día en que con gran esfuerzo ofreció a “sus niñas” una versión pasteurizada y “apta para todo público” de aquel proceso biológico natural. A su vez le aterrorizaba que sus hijas pudieran verla como una mujer con sentimientos y legítimas apetencias sexuales, inconfesables para quien, como ella, nunca logró abandonar la impronta de su educación represiva, conservadora y machista, a la que definía como “educación cristiana”.
Los castigados por los prejuicios no fueron solamente los integrantes de aquellas parejas juveniles, que vieron desaparecer los paseos y restringidas al mínimo las visitas a la casa, así como todo cuanto podían disfrutar inocentemente los novios de clase media de aquellos años sesenta. La viuda se autoimpuso la abstinencia sexual. Marcelo volvió a ser solamente un empleado. Un empleado que sin aquel vínculo dominguero pronto se marchó, estableciéndose con un pequeño negocio de compraventa.
Leonor continuó captando y rechazando pretendientes, hasta que a los veinte años se casó con uno de los empleados de la casa de repuestos, al que la viuda creyó con amplias posibilidades para llevar adelante una empresa que ella había comenzado a dirigir personalmente, desde el instante en que Marcelo se alejara.
Alfredo pedía a María Teresa que se rebelara ante su madre. A él le fastidiaba no ir acompañado cuando paseaba por la rambla o iba al cine y a bailar junto a sus amigos y sus novias. La muchacha prometía hacerlo pero vacilaba a la hora de efectivizar sus reclamos ante la viuda. Quisquilloso como era, y tras casi cuatro años de noviazgo, una tarde dijo a su novia: “Me cansé. No vengo más”. Ella lloró por amor, por rabia y por su carácter que la situaba entre la obediencia a su madre y la pasión, propia de una mujer adulta, que sentía por el muchacho. En medio de gruesos lagrimones lo vio partir con su ya envejecido chaquetón marinero de profundo color azul.
El orgullo de ambos les impedía reconciliarse. Cierto día MaTe, acicateada por la angustia, llamó a Alfredo por teléfono con el pretexto de devolverle unos apuntes de historia que este le prestara tiempo atrás. Se encontraron en la esquina de 18 y Paraguay, delante del viejo Palacio de la Música, y él, con estudiada y fingida frialdad, recibió los viejos cuadernos marchándose casi sin decir palabra. Ella lloró una vez más.
Solitario, con amor y deseos por aquella muchacha de palpitantes nalgas cuyo recuerdo le producía insomnios acompañados de invencibles erecciones, Alfredo, cierto día, la invitó a ir al cine. Se encontraron en el cine Metro donde ninguno de los dos logró ver “El Rolls Royce amarillo”, una comedia con reparto multiestelar que para la ex parejita no existió. El planteó la reconciliación pero anteponiendo una mayor libertad de la relación. Audacia que implicaba poder ir a ver aquellas obras teatrales que a la viuda no interesaban y concitaban el interés de Alfredo, cuyas inclinaciones intelectuales habían comenzado a expresarse con vigor. “Mamá no me deja”, fue la respuesta que tuvo Alfredo. En ese instante consideró haber concluido un capítulo de su aún incipiente vida sentimental.
Tiempo después, en los años de la dictadura militar, durante las vacaciones de julio, Alfredo y María Teresa se hallaban en el cine Censa, atestado de niños atraídos por uno de los clásicos dibujos animados de Walt Disney. El estaba con su esposa, a la que había conocido por intermedio de una prima, y sus hijos: un varón y una niña. María Teresa, casada con un conocido abogado, estaba sola con sus tres hijos varones; su marido rara vez la acompañaba aduciendo impostergables reuniones de trabajo. Como un rayo atravesó el cuerpo de MaTe cuando vio a Alfredo, sentado tan solo un par de filas detrás suyo. Retrocedió en el tiempo, retornó a la adolescencia. Sintió el vertiginoso cosquilleo juvenil atravesando nuevamente su cuerpo. Sus pezones se endurecieron y un pequeño torrente cálido, húmedo y espeso se dirigía hacia su bombacha. Convertida en una mujer madura, confiando en moverse elegantemente ante aquella situación, se dio vuelta decidida a saludar a Alfredo. Puso en marcha su amplia y seductora sonrisa, al tiempo que agitaba aquellos ojos a los que décadas atrás, Alfredo, con cursilería de “teenager” había llamado “centellas”. Por cierto que en la distante juventud Alfredo jamás se había atrevido a confesar a MaTe que de su cuerpo le atraían particularmente otras zonas: los pechos que sin disimulo atisbaba por escotes que abría subrepticiamente, cada vez que apoyaba una mano en su hombro; aquellas nalgas agitadas ante el embate frontal de su pene, cuya incontenible erección se adivinaba aún a través de gruesos pantalones de invierno; y una entrepierna apenas vista bajo una bombacha rosada, cierto día en que ella se agachó para sujetar la correa de su perro.
Decidida, ansiosa, emocionada, temblorosa, María Teresa se dio vuelta y saludó. Alfredo permaneció inmutable, como si no la viese. Repentinamente las luces se apagaron y el griterío de los niños dominó el ambiente. MaTe, al igual que le ocurriera con “El Rolls Royce amarillo” unos años antes, no logró concentrase y ver la película. Varias interrogantes la persiguieron en las casi dos horas siguientes: ¿No me vio? ¿No me conoció? ¿Se hizo el que no me veía? Al finalizar la función miró nuevamente en dirección a Alfredo y él ya no estaba. María Teresa jamás supo que Alfredo se marchó cuando uno de sus niños, asustado ante los exabruptos disneyanos, se orinó en las rodillas de su padre. En su casa, la viuda Figueira miraba solitariamente un teleteatro mexicano. Dos gruesas lágrimas corrían por su anciano y aún hermoso rostro.


2.- Puntualidad

En los años sesenta Montevideo asistió al auge de los cineclubes. A los ya tradicionales Cine Club y Cine Universitario se sumaron Cine Club Fax y el Cine Club del semanario Marcha. Carlos, devoto del cine desde su niñez, era el encargado de la venta de publicaciones especializadas en una de aquellas instituciones. “Fui al cine antes que a la escuela”, gustaba decir. Y era cierto, el Novelty de la calle Libertad, y el Rivera, de la avenida del mismo nombre, le habían visto antes que ingresara a la escuela Brasil. En su anecdotario de espectador incluía, entre risas, la pérdida de su primera novia por culpa del cine.
Su primer “novia”, una vecina de su barrio, concurría todos los domingos al Palco Oficial del Jockey Club, en el hipódromo de Maroñas, entidad de la cual el padre era directivo. Carlos jamás aceptaba las invitaciones para presenciar las carreras de caballos, pues la función dominical en el cine barrial era sagrada para él. Finalmente, un domingo, lograron arrastrarlo al circo hípico; no fue su novia la que le doblegó sino la posibilidad de ver a una bella peruana recientemente coronada Miss Universo, en cuyo honor se disputaba una de las carreras. A las dos de la tarde, cuando aún no se encontraba la jornada hípica en su apogeo, Carlos dijo: “Me voy, a las tres de la tarde comienza “Procesado 1040”. Y corrió presuroso hacia el ómnibus que luego de atravesar media ciudad le dejaría en la puerta del cine donde como segundo título de la matiné se exhibía el muy comentado film argentino, con el uruguayo Walter Vidarte como el “Zorrito”, un simpático delincuente juvenil que traba amistad con un hombre ya mayor injustamente preso. Así concluyó su primer romance.
Rosario, una cimbreante morocha veinteañera, asidua concurrente al cine club, se sintió atraída por aquel individuo de aproximadamente su misma edad en el que se manifestaban los primeros indicios de una calvicie que se acentuaría en pocos años. Era sumamente sencillo hablarle, bastaba con solicitarle alguna de las publicaciones de cuya venta era responsable. Cierta noche Rosario se dirigió al mostrador donde estaba Carlos y le consultó acerca de determinados folletos y revistas, inquiriendo sobre el contenido del material en venta. El lanzó una larga parrafada sobre las virtudes de Mankiewicz, la firme dirección de Wyler, los hallazgos de Welles en “El ciudadano” y otros ítems que por ese entonces poco interés suscitaban en Rosario. La joven se marchó cargada de libros y revistas. Ante semejante adquisición, Carlos se sintió envanecido por la persuasión de sus conocimientos cinematográficos.
La lectura del material despertó verdadero interés en Rosario, quien comenzó a especializarse en cuestiones de historia, teoría y estética cinematográfica. Ella sintió avidez por incrementar conocimientos y sistemáticamente adquiría a Carlos nuevos textos. El interés de ella por Carlos había decrecido proporcionalmente a su consolidación de lo que por entonces se llamaba “cultura cinematográfica”. Casualmente, en ese momento, fue Carlos quien reparó que aquella joven que tanto había aprendido sobre su disciplina predilecta, era también una mujer simpática, de amable carácter, físicamente muy atractiva y, como se dijo a si mismo, con unas piernas capaces de provocar una conmoción similar a la experimentada por el Profesor Unrath ante la Lola-Lola de “El Angel Azul”.
Seducido sentimental y cinematográficamente por Rosario, Carlos decidió ir a más: la invitó a ir al cine el domingo siguiente. Fueron a ver un film que Carlos ya había visto. El no dijo nada, pero de ese modo pudo mirar insistentemente a la joven, sin traicionar su devoción por cuanto se proyectara en una pantalla. A la salida del cine la invitó a la coctelería Payaso, en la Galería Yaguarón, donde efectuó una encendida declaración de amor que ella escuchó embelesada. Carlos temblaba ante la posibilidad de que Rosario, ahora profunda conocedora del séptimo arte, descubriese que su oratoria romántica provenía de un compendio de diálogos amorosos que iban de “Casablanca” a “Algo para recordar” más alguna pizca de las angustias oníricas y existenciales de los personajes de Antonioni. Ella dijo que quizás o que tal vez, que se hallaba sorprendida, que debía meditar un poco. No lo confesó, pero consideraba que diez minutos serían suficientes para darle el sí. Finalmente dejó entrever que la respuesta era afirmativa.
El la acompañó hasta su casa, en Punta Gorda. Como despedida ella le dio un beso en la mejilla. Carlos, recordando los gestos agresivamente tiernos de Jean Gabin, la tomó por la cintura y apretándola contra sí inició un largo besuqueo donde intercambiaron toda la fauna de gérmenes que podían contener sus bocas. Durante un par de semanas se vieron a diario.
Un lunes, en que habían acordado encontrarse en el cineclub, al atardecer, luego del trabajo, ni él ni ella fueron al cineclub y tampoco habían concurrido a sus respectivos empleos. A varios kilómetros de distancia, cada cual en su casa, sin saberlo, era víctima de unificadores síntomas: malestar general, repugnancia, vómitos y orina color Coca Cola. Se comunicaron telefónicamente, intercambiaron sintomatologías y a las veinticuatro horas tenían la confirmación: hepatitis. Durante cuarenta y cinco días el romance continuó vía teléfono. Las palabras tiernas, y a veces cargadas de connotaciones eróticas, afirmaron la relación.
En ambos casos la enfermedad tuvo una evolución común y fueron dados de alta el mismo día. Quedaron en encontrarse en el cineclub la tarde siguiente, oportunidad en que se exhibiría “Que viva México” de Eisenstein. La pareja creía conocerse bien y así era, pero la mutua tolerancia no había estado sometida al desgaste de la extensa convivencia diaria sino que, en la particular coyuntura, se había restringido al teléfono. Carlos era enfermizamente puntual, pero Rosario no lo sabía. Carlos era voluntarioso a tal punto que cuando se le contradecía se irritaba y exhibía una desagradable cuota de agresividad, característica que el teléfono no reveló. Rosario era compulsivamente impuntual. También era terca e independiente y no aceptaba cuestionamientos, imposiciones ni reproches. Rasgos que ya le habían costado un par de empleos.
Rosario, preocupada por unos vestidos que no le caían bien luego de haber perdido unos cuantos kilos a causa de la hepatitis, se demoró más de lo necesario en elegir las prendas que creyó adecuadas para el reencuentro ansiado. Para colmo el ómnibus en que viajaba marchaba con lentitud pasmosa. Ella no reparaba en el retraso pues estaba ensimismada en imaginar la efusiva recepción que descontaba le dispensaría su novio. Al verla, Carlos no le dio la bienvenida ni elogió su aspecto. Con una iracundia de la que no tenía conciencia le arrojó un sonoro reproche por su tardanza. “Ché, ya hace cinco minutos que comenzó la proyección. Te dije que estuvieras en hora.” Ella, profundamente irritada, dio media vuelta y retornó a su casa.
Carlos, con cierta debilidad muscular a causa del tiempo pasado en cama, se cayó al ascender a un ómnibus, se quebró una pierna y retornó al lecho durante algunas semanas. Ella, al ingresar a su casa se percató que tenía hambre y devoró cuanto había en la heladera. Olvidó el riguroso régimen post-hepatítico y tuvo una larga recaída. Ninguno de los dos quiso llamar al otro. Amor propio herido y el deseo de no exhibir su nueva y forzada reclusión frustraron toda comunicación. Al tiempo, creyeron haberse olvidado mutuamente.
Ella se asoció a otro cineclub. No deseaba enfrentarse con Carlos, si bien aún le recordaba y le quería. El no quiso buscarla, su machismo le impedía exhibir una ternura siempre disimulada. Ella lloró cuando en una retrospectiva proyectaron “Casablanca”; una amiga se burló diciéndole que aquel melodrama no daba para tomarlo en serio. Rosario en realidad recordaba que sobre ese film trataba uno de aquellos folletos comprados a Carlos. El se refugiaba en los melodramas del realismo poético francés y ante el recuerdo de Rosario se identificaba nuevamente con Jean Gabin, ahora en el rol de hombre resignado a perder la mujer amada.
Poco más de un año después, Carlos fue invitado a una función especial donde se daría a conocer un importante film hasta entonces desconocido en Montevideo: “La huelga” de Eisenstein. Entre los escasos y privilegiados asistentes se hallaba Rosario. Al verlo estalló en ella el viejo sentimiento que los uniera. Estaban sentados a un par de asientos de distancia y se saludaron. Al culminar la exhibición, Rosario le informó que al día siguiente, en casa de unos amigos, verían varios films desconocidos del expresionismo alemán. Agregando a continuación: “la función es a las ocho, si querés venir te prometo que seré puntual.” Carlos la miró silenciosamente, y tras un instante de vacilación le respondió: “Me gustaría ir, pero mañana me caso”.
Carlos se casó con Graciela, otra cineclubista a la que había logrado introducir en la pasión fílmica. Partieron en luna de miel a Córdoba, en la República Argentina. Allí, a poco de haber arribado, descubrieron la existencia de una sala especializada en films de calidad: el cine “Sombras”, donde estaban exhibiendo “Giulietta degli spiriti”, de Federico Fellini, título cuyo estreno en el Uruguay era incierto. Carlos le propuso a Graciela concurrir a la función de la noche siguiente.
Consecuentes con su comportamiento de “mieleros”, en aquella jornada desarrollaron una generosa maratón amatoria desde la mañana hasta bien entrada la tarde. Se levantaron presurosos y tras una ducha reparadora fueron a cenar para luego ver la ansiada película. La comida fue por demás generosa y la alternaron con un par de botellas de vino. El alcohol dejó su huella. Carlos y Graciela demoraron más de media hora en recorrer los escasos cien metros que separaban al restaurante de la sala cinematográfica. Ingresaron cuando ya promediaba la primera bobina del film. Era la primera vez en su vida de adulto que Carlos accedía a un cine luego de comenzada la proyección. Lo fascinó aquella sala sin refrigeración, donde la alta temperatura se mitigaba mediante una amplia claraboya abierta que permitía ver el cielo estrellado. Al tiempo que en la pantalla se veía a Sandra Milo de espaldas, desnuda, deslizando su ampuloso culo por un tobogán, el sueño provocado por la fatiga del amor, la pesada cena y el abundante vino se apoderaba de Carlos. Así, el delirio onírico de Fellini se fusionó con el más prosaico sueño de un hombre gastronómica, erótica y sentimentalmente satisfecho. Carlos, indefenso, contemplaba como Sandra Milo se desdoblaba en dos mujeres: Rosario y Graciela que tironeaban de sus brazos hasta partirlo al medio. Luego, cada una se marchaba riendo, con su correspondiente mitad.


3.- Infatigables trabajadores

Germán Montero había nacido en Las Hurdes, una de las más pobres y atrasadas comarcas de España. Para él y su familia no había otra realidad que la miseria cotidiana. Motivo más que suficiente para que aquellas gentes no se percataran de los cambios que implicaron la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y el alzamiento de Franco.
Antes de cumplir los veinte años, allá por la década del cuarenta, buscando una existencia mejor, Germán llegó al Uruguay. Carente de recursos, había costeado su pasaje del mismo modo que lo hicieran otros connacionales. Fue contratado por Manazanares, por entonces una poderosa cadena de almacenes minoristas desperdigados en los barrios montevideanos. La empresa reclutaba a sus trabajadores en las regiones más desposeídas de España, ofreciéndoles a cambio trabajo y un magro sueldo del que se descontaría, en cuotas, el importe del pasaje.
A poco de descender del barco, Germán ya estaba detrás del mostrador de la sucursal de Manzanares ubicada en la calle Rivera casi Soca. A fin de mes era escasísimo el dinero disponible para atender gastos de vivienda, comida y ropa. De diversión y esparcimientos ni hablar. Vivía junto a otros cuatro compañeros de trabajo en el diminuto altillo de una casa de inquilinato ubicada cerca del trabajo. Su alimentación diaria consistía en una única comida nocturna, realizada en el lúgubre bar del Vasco Iñaki, donde por una pocas monedas obtenía un plato recalentado, sobrante del mediodía. Se sentaba ante una pequeña mesa sin mantel, en cuya superficie refulgían los pegotes dejados por anteriores parroquianos. Vestía siempre raídas ropas que en horas de trabajo ocultaba bajo el uniforme.
Existían dos salas de cine en la zona: el Rivera, cuya concurrencia integraban la gente del barrio y las parejas que iban a hacer precalentamiento antes de dirigirse al Chateaubriand o a El Palomar, las dos "amuebladas” o casas de citas cercanas, y el Savoy Palace, de pomposo nombre pero no más que un galpón con discreta fachada. Ambos cines funcionaban todos los días por la noche, y los fines de semana añadían la clásica “matiné” y “vermouth”, mientras que los domingos por la mañana proyectaban dibujos animados en el clásico “cine baby”, destinado a los niños. Por las noches, Germán iba a conversar con los porteros de esos cines, también gente de la zona. Ocasionalmente le permitían ingresar sin pagar luego de iniciada la última vuelta. De modo que jamás veía un film desde el comienzo. Para acrecentar sus ahorros por demás ínfimos, había reducido su comida de la jornada a recortes de pizza y fainá proporcionados gratuitamente por Palmiro, otro inmigrante, empleado de la diminuta pizzería contigua al Savoy.
Cierta noche, el encargado de una de las salas cinematográficas, ante la ausencia de un portero, propuso a Germán que le sustituyera. La tarea era por demás sencilla: recoger la entrada a cada espectador y tras partirla al medio y devolver una mitad, permitir el ingreso. Así llegó a convertirse en portero suplente en ambos cines. Con el tiempo y tras la jubilación de uno de los viejos empleados, Germán ocupó el puesto en forma permanente. Trabajaba por las noches los siete días de la semana, y los domingos, día de descanso en Manzanares, jornada completa, desde las diez de la mañana, cuando comenzaban las películas infantiles, hasta pasada la medianoche al culminar él espectáculo..
A Germán le fascinaban las anécdotas acerca de aquellos españoles que habían llegado tan pobres como él y poco a poco habían hecho fortuna. Experto ya en el manejo de fideos, harina, yerba, azúcar y cuanto despachaba a diario, incorporó el sueño del almacén propio para un inminente futuro.
Comenzaré a pequeña escala, se dijo, y luego iré ampliando mi actividad como patrón. Con aquellos escasos ahorros forjados tras unos años de trabajo y privaciones, se lanzó a la aventura. Una panadería de la zona le proveería de bizcochos y pan a temprana hora de la mañana, cobrándole el importe correspondiente al finalizar el día, una vez efectuadas las ventas. El distribuidor de leche le ofreció facilidades similares y por intermedio de un compañero de trabajo logró crédito con Santiago Ramírez de Arellano, el distribuidor de fiambres, un andaluz dicharachero que gustaba ostentar su sonoro apellido compuesto.
Alquiló un pequeño saloncito de planta cuadrada, de casi tres metros de lado, en el que instalaría el almacén. Bajo el mismo se encontraba un oscuro y mal ventilado sótano, con milimétrico baño, que sería su vivienda. No pagaría más alquiler por el altillo y en comida no habría de gastar un centésimo: su alimentación diaria se integraría con los restos que a su paso dejaba la cortadora de fiambre. Por las noches, luego de cerrar, continuaría su tarea como portero de cine. Trabajaba con la satisfacción de sentirse “hombre de empresa” y en sus conversaciones con el propietario del cine gustaba decir: “pues sí, que nosotros los patrones.....”.
Pan, bizcochos, leche y fiambre. Solamente esos rubros manejaba el almacén de Germán. Con ellos logró buen número de clientes, gente de clase media de la zona: amas de casa, niños que iban a hacer “los mandados”, ocasionalmente alguno de los “jefes de familia”, y las empleadas domésticas de los vecinos más pudientes. Entre las domésticas se destacaba la robusta y saludable Jacinta Martínez, una gallega proveniente de un pequeño pueblo cercano a El Ferrol, quien no conocía el significado de la palabra descanso. Típica “empleada con cama”, Jacinta vivía y trabajaba en el hogar de una familia que le había asignado todas las tareas domésticas de un enorme caserón, desplegadas en horario que solamente dejaba breve pausa para imprescindibles horas de sueño. Los jueves, “día libre” de Jacinta, la tesonera gallega de oscuro cabello recogido en un rodete, incrementaba sus ingresos haciendo trabajos de limpieza en diversos hogares de la vecindad. Las referencias a “mi pueblo”, estaban invariablemente en boca de la mujer. Nadie sabía si ese recuerdo, circunscrito a su diminuta y perdida aldea de montaña, era “morriña”, o simplemente se trataba del único referente previo al periplo rioplatense.
Jacinta era una mujer ni alegre ni triste, ni linda ni fea, ni gorda ni flaca, ni alta ni baja. Integraba la legión de los seres anodinos por excelencia. La única definición que le cuadraba era la de honesta y trabajadora a más no poder. Cuando alguna de sus patronas indagaba por la razón de aquella inconmovible adicción al trabajo, Jacinta respondía: “Señora, es que io tenju exceso de salud, y en mi pueblo hubo una que murió por exceso de salud”; y sin detenerse proseguía incansable con el fregado de un piso, el lavado de una ventana o corriendo pesados muebles. La única afección que Jacinta conoció en su vida eran los sabañones, a los que curaba “orinándome en las manos”, según proclamaba orgullosa. La pulcritud ilimitada dominaba también la personalidad de la mujer, por lo que luego de confesar el remedio para los sabañones nadie prescindía de sus servicios.
Jacinta y Germán eran solteros. No pensaban en el amor ni sentían mayores urgencias sexuales. Pero ambos, educados en la conservadora y católica España, sabían que los adultos debían casarse. Con mutua y sincera rusticidad, iniciaron lo que se suponía era un noviazgo. Año y medio después decidieron casarse. Jacinta ya no sería “empleada con cama” pero continuaría haciendo limpiezas en las horas libres que le dejara la colaboración laboral en el negocio de su marido. El, por su parte, los sábados y domingos pondría el almacén en manos de su mujer durante el tiempo necesario, pasando a desempeñarse como portero de “tiempo completo” en el cine que lo había convertido en una de sus figuras emblemáticas.
La tarde en que se casaron, ceremonia civil y religiosa en el mismo día, Germán cerró el almacén. Tras el vidrio de la puerta, los rústicos caracteres estampados sobre una hoja de papel estraza anunciaban: “cerrado por boda”. Al día siguiente, abrió puntualmente a las 6 y 45 de la mañana. Su flamante esposa envolvía los calientes bizcochos recién llegados y aprendía a cortar fiambre. Jacinta no extrañó el cambio de vivienda. Había trocado lo que llamaba “mi habitación” -una cama turca y un pequeño armario ubicados en una ochava de la cocina de sus patrones- por aquel sótano con olor a humedad, cuya solitaria y diminuta ventana no podía abrirse pues estaba al nivel de la vereda y lo único que penetraba por ella era polvo y suciedad.
La condición matrimonial no modificó anteriores costumbres individuales de la pareja. Si bien para Jacinta hubo una transformación en los hábitos alimentarios. Los sustanciosos platos de la casa donde trabajaba, fueron sustituidos por el régimen de su flamante cónyuge: recortes de fiambre, pan y bizcochos del día anterior, y leche que con frecuencia ya estaba agria. Ignoraban toda forma de esparcimiento, a excepción del sexo practicado rápida y fríamente, y con no demasiada frecuencia.
Aquellos a quienes el matrimonio consideraba “sus amigos” eran las domésticas del barrio frecuentadoras del almacén -envidiando a Jacinta su condición de “patrona”- y los proveedores del negocio, ocasionales partícipes de breves e intrascendentes diálogos.
Por las noches, luego de cerrar el pequeño comercio, cuando Germán marchaba a cumplir tareas en el cine, Jacinta limpiaba la cortadora de fiambre, la heladera, las vitrinas, pisos y paredes del almacén. Lo hacía con tal celeridad que aún le quedaba algo de tiempo “para aburrirse”, antes de entregarse a un sueño que nunca concretaba hasta pasada la medianoche, tras el arribo de Germán. Los domingos por la tarde, cuando el negocio cerraba de dos a cinco y media, la mujer se permitía el lujo de entregarse a una pequeña siesta. Semejantes posibilidades de hastío generaron “exigencias” en Jacinta, quien tras muchos ruegos logró convencer a su marido acerca de los beneficios de poseer una radio. El aparato, adquirido en cuotas, fue colocado en el almacén, sobre la heladera, y no era necesario subir demasiado el volumen para escucharlo cómodamente desde aquel sótano que había pasado a denominarse “la casa”.
Jacinta y Germán no se exigían nada, nada se pedían y nada se daban. La vida era para ellos trabajo, solamente trabajo y ahorro. No era demasiado lo que ahorraban, pero tampoco tenían idea alguna respecto a futuras inversiones. La venta de leche, pan, bizcochos y fiambre había colmado finalmente las inquietudes empresariales del hombre de Las Hurdes.
Germán continuaba sin ver películas. Su tarea de portero no le permitía atisbar más que la palabra “Fin” cuando al concluir cada exhibición se apresuraba a abrir las puertas de la sala. Jacinta, debidamente autorizada por su esposo, quien a su vez había requerido el visto bueno del conserje del cine, accedía en forma gratuita a alguna función. No más de una vez cada quince días, y siempre en el último horario nocturno, tras cerrar y limpiar el almacén.
Aquella noche proyectaban “Ossessione”, de Luchino Visconti. Jacinta no tenía la más remota idea de quienes eran los intérpretes y menos sabía de la personalidad del realizador. El film había atraído a escasos espectadores. Solamente una veintena de personas deseosas de ver una vez más ese título precursor del neorrealismo. Las implicancias culturales del film estaban a distancia sideral del simple pensamiento de Jacinta, quien sin embargo percibió con extrema profundidad emocional el impacto de aquel drama de ambición, sexo, adulterio y crimen.
El matrimonio se dirigió rápidamente desde el cine a su sótano. Ella, exaltada, narró a su marido, paso por paso, la historia contemplada. No acostumbraba referirse a las películas que veía, por lo que Germán se sorprendió; no obstante, su habitual mutismo, o acaso su ausencia de ideas, le impidieron decir palabra a su mujer.
La noche siguiente, al regresar de su trabajo como portero, Germán, extrañado, vio encendida la luz del comercio. Se alarmó. No por Jacinta, ni por la posible existencia de algún hecho no deseado, sino por el consumo innecesario de energía eléctrica, algo que de común acuerdo el matrimonio había reducido al mínimo indispensable.
Tras abrir la puerta y penetrar al local, Germán observó sobre el mostrador, inexplicablemente sucio, dos hojas de papel. Una correspondía al recibo que Santiago Ramírez de Arellano había dejado por los fiambres adquiridos. La otra, una hoja del papel con que se envolvían los bizcochos, exhibía un mensaje que Jacinta había estampado con temblorosos caracteres:: “Me voy con Santiago, pero no soy una asesina”.
A la mañana siguiente, con inmodificable puntualidad, a las 6 y 45, Germán abrió las puertas del comercio. Una de las primeras clientas fue su vecina, la viuda Figueira, en su diario peregrinar para adquirir los bizcochos del desayuno de sus hijas. Extrañada ante la ausencia de Jacinta, preguntó por ella. Germán -sin levantar los ojos de la canasta en la cual se hallaban los apetitosos y calientes croissants- con su clásica, monocorde y cansina voz, respondió: “Jacinta se fue a vender fiambres”.



4.- Ilusiones

Con sus ocho años, Rafael era un niño retraído y solitario. De a ratos jugaba con otros chicos de su edad, dándose tiempo para dejar transcurrir las horas solitariamente. Sus deseos de aislarse de los demás adquirían proporciones a veces desmesuradas. El mes anterior, aquella tarde en que el seleccionado uruguayo ganó el campeonato de fútbol en Maracaná, desde una esquina próxima a su casa, sin compañía alguna, Rafael agitaba una banderita ante los automóviles y ómnibus que pasaban. Sus padres debieron insistir para que abandonara el lugar y marchara, junto a ellos y sus tíos, a la avenida 18 de Julio, desbordante de algarabía colectiva en sus cuatro kilómetros de extensión. Rafael, conversador infatigable en horas de clase, gustaba de la soledad a la hora del recreo. En el club jugaba desganadamente al fútbol, sin integrarse plenamente a la estrategia del equipo, mientras se entregaba a la natación con ardor, pues esta le permitía desprenderse del espíritu colectivo. Esa personalidad se amalgamaba con su permanente distracción, la que le alejaba insistentemente del mundo real. En la clase de inglés, sus pensamientos volaban hacia cualquier lado, razón por la cual nunca en su vida pudo penetrar en la lengua de Shakespeare. En su etapa adulta apenas si supo manejar malamente los términos anglosajones impuestos por la avasallante computación.
Señalar que gustaba contemplar pasivamente el medio que le rodeaba, es constreñir la percepción que el niño tenia del mundo. Pese a su corta edad, sentíase un analista de su entorno, de los seres y de las cosas. Aunque no conocía la palabra analista, experimentaba aquel sentimiento indefinible, de observador, de escrutador, de pequeño individuo desprendido de influencias. Rafael se veía a sí mismo cual un ser autónomo, alrededor del cual ocurrían cosas, a la vez que por su edad y por su personalidad no se imaginaba generando hechos; presentía que ningún acontecimiento, ni importante ni intrascendente, podía gestarse a partir de su comportamiento. Así entendía él su universo fuertemente impregnado por los afectos familiares. Su actitud pudo parecer propia de un egocentrista, pero Rafael no se sentía el centro de nada. Se veía a sí mismo como un niño más, lo que sus padres denominaban un “chico común, ni sobresaliente ni por debajo de lo normal”. Definición que año a año confirmaron distintas maestras e incluso los docentes del liceo, a excepción de aquella profesora amiga de su madre quien un día se quejó a ésta de “la indolencia de Rafael”. Sus compañeros de estudio, alejados de los términos aceptados socialmente, le decían “Rafa, no seas boludo”.
La adolescencia no significó para Rafael un mayor cambio en su personalidad. Su complacencia por la soledad empero se acentuó a causa de su individualismo. No pretendía imponer su gusto a los demás, pero cuando la “barra” de amigos decidía ir a tal o cual sitio por voto de la mayoría, Rafael, si no gustaba de la elección, simplemente los abandonaba y marchaba solitariamente hacia el lugar de su preferencia. A los nueve años aún no conocía esas discrepancias que se intensificarían con los años y le complicarían la existencia en todos los órdenes. Rafael disfrutaba de los placeres comunes de un niño de clase media y a veces, gracias a vínculos familiares, lograba trascender las posibilidades de ese núcleo social al cual pertenecía. Una clase media que, independientemente del color político de sus integrantes, pertenecía al llamado “Uruguay Batllista” –del viejo Batlle, como gustaban aclarar ya por esos tiempos-. Una clase media que sustentaba su existencia en la honradez, el paternalismo estatal, el trabajo, y la credulidad hacia las clases dirigentes que cada cuatro años se renovaban –en realidad se ratificaban- en los diversos sitios de gobierno. Esas apreciaciones eran las que Rafael había oído en su casa y para él no eran sino la definición de un universo inmutable, perpetuo, en el que seguramente crecería.
Rafael había transcurrido aquellos años iniciales de su existencia en la ciudad, era parte del medio urbano. Esa impronta de asfalto, ladrillos, ómnibus, tranvías y adoquines no le impidió extasiarse frente a las llanuras pobladas de ganado que esa tarde se desplegaron ante sus ojos. Los jinetes arriaban ganado, se gastaban bromas, tocaban la guitarra en los momentos de descanso y hablaban de ladrones de ganado y romances materializados a la vista de Rafael. El permanecía quieto, atento, sin perderse detalle. Observaba. Contemplaba absorto a aquellos centauros de la pradera, se deslumbraba ante el lazo ágil que detenía al ganado en estampida, o demostraba tensión y temor si esos hombres se enfrentaban agresiva y cruelmente a causa de discrepancias que no alcanzaba a comprender totalmente. Igual actitud asumió cuando más adelante se vio forzado a inmiscuirse en las querellas de aquel matrimonio al cual no conocía demasiado, pareja que sin reservas desnudaba ante él una feroz disputa. Sus pocos años no le permitían calibrar el meollo de la discusión. Palabras como adulterio, engaño, ambición y falsedad no hallaban sentido preciso en la mente del niño, sin por ello dejar de vislumbrar la gravedad de lo ocurrido entre aquel hombre y aquella mujer a los que tantas veces se refiriera su madre. Esas feroces riñas le eran ajenas, le molestaban, le producían hastío. Y cierta vergüenza le invadía cuando la pareja perdonaba el caudal de acusaciones e insultos con un beso apasionado, larga y generosamente expuesto. Las rencillas domésticas a que estaba habituado eran menos rudas que la presenciada en esa jornada. A lo sumo oía a su padre discutir con su madre por algún gasto que uno de ellos consideraba superfluo, o a sus tíos que habían hecho de las disputas triviales su forma de convivencia.
La tarde era fría y ligeramente lluviosa. Rafael optó por uno de los placeres favoritos en instantes como aquél: compró un “refuerzo” de jamón y una Coca Cola en el bar de la esquina. Rápidamente bebió y comió, para ya con el estómago lleno, proseguir sin inmutarse la observación del mundo que “giraba” a su alrededor. Pensó fugazmente en la escuela. El día siguiente era lunes y su maestra no encomendaba tarea domiciliaria escrita los fines de semana. Solamente debería memorizar la lección de geografía, cosa que no le exigía demasiado esfuerzo y había postergado para la noche. La radio del bar trasmitía un partido de fútbol sobre el que hacían comentarios algunos parroquianos de ojos vidriosos y hablar torpe. A Rafael no le escaparon las palabras de aquellos hombres ni los rasgos ajados de unos rostros curtidos. No le importaban esas gentes, ni los avatares deportivos de los que estaban pendientes. Aún así, haciéndose el importante, antes de abandonar el bar se atrevió a decir sin dirigirse precisamente a nadie, “cómo va el partido”. Alguien dijo 1 a 0, no especificando cual de los contendientes triunfaba. A Rafael no le interesó averiguarlo, retirándose al tiempo que en su boca se entremezclaban el jamón, el pan y el refresco.
El avasallante caudal de información desplegado por la maestra, provocaba y excitaba la imaginación de Rafael. Consumía con fruición las imágenes de un Imperio Romano entregado a campañas de conquista, poblado de circos con gladiadores y leones, y no quedaba atrás la imponente parafernalia de legiones diseminándose por un mapa aún estrecho donde el poder era impuesto en nombre del César. Tampoco escasearon en el aula escolar las fugaces descripciones de un medioevo con duros señores feudales, castillos, y caballeros marchando en las Cruzadas. Ante la recreación de ese pasado, Rafael veía convertidas en realidad imposibles leyendas. La imagen de un guerrero enfundado en rígida armadura, el centurión romano alzando su espada, o el aceite hirviendo cayendo desde lo alto de una muralla, eran la historia viva. Su entusiasmo se acrecentaba frente a esos referentes, y el niño abúlico se conmovía interiormente, llegando a identificarse con un príncipe, un rey o el valiente soldado. El pasado remoto quebraba el distanciamiento existente entre Rafael y la realidad circundante, aprisionándolo. Gozaba hasta límites insospechados con aquella fantasía. Pasarían años antes que los fugaces retazos de historia alimentados fuera de la escuela se quebraran al conjuro del profesor de historia, cuando en segundo año de liceo el docente enfatizara en la fiereza del señor feudal y la sumisión de los hombres del pueblo; despiadada verdad histórica que Rafael ratificaría en su adolescencia, devorando los ensayos de Marc Bloch en su formidable análisis de la sociedad feudal. Aquella tarde, con nueve años y para su felicidad, el niño era ajeno a tan desmitificadoras certezas.
Siendo ya un veinteañero, en la primera mitad de los años sesenta, un joven e inquieto Rafael vio el film argentino “Che, Buenos Aires”, conformado por varios cortometrajes. Uno de esos cortos, “Buenos Aires en camiseta”, estaba estructurado en torno a agudas caricaturas costumbristas y apuntes verbales no menos punzantes. Allí, entre humor y amargura, se señalaba que el domingo por la tarde tenía sabor a lunes. Fue en ese instante que Rafael halló precisa definición para la molestísima sensación que, desde sus años de escolar, le malograba sistemáticamente el día domingo a partir de la puesta del sol. Con sus nueve años y sin poder manifestarlo, percibía como el atardecer arrojaba su incómodo mensaje: el domingo ya tenía gusto a lunes.
Los bailes no eran por esa época cosa de niños y niñas de ocho años. Pero Rafael los contemplaba resignadamente. No le atraían las piruetas que las parejas realizaban en la cancha de un gimnasio. Menos le entusiasmaban aquellas pegajosas canciones invadiéndolo todo. Ufa, besos, decía cuando la música se aquietaba y las parejas juntaban sus bocas para luego arrojar largas parrafadas melosas que el niño voluntariamente excluía. El miraba, observaba. Se distraía aburridamente aunque no era ajeno al inexplicable atractivo ejercido por los pechos de aquellas jóvenes. En realidad nada exhibían las pudorosas muchachas. Pero sus apretados sacos de lana, sujetos por unos botones que parecían dispuestos a saltar, destacaban unas formas cónicas que producían en el chico un peculiar hormigueo. Cuando el busto de una de esas juveniles mujeres quedó enfrentado con su rostro, Rafael sintió un sacudón interior. No tenía idea clara de la sexualidad; para él el asunto sexo aparecía entremezclado -no sabía bien porqué- con los moldes para vestidos “maternales” vistos cierto día en los catálogos existentes en el London París, la tienda donde también le compraban casi toda sus ropa. Retornó a aquellos pechos gigantes que en un giro del cuerpo dejaron paso a unas largas piernas sacudiéndose al ritmo de trompetas y trombones. Aletargado, aguardó una nueva irrupción ante sus ojos de los turbadores buzos ajustados. Anteriormente había visto muchachas así ataviadas en el cumpleaños de una vecina. Ocasión en que varias adolescentes le abrazaron y besuquearon diciéndole que era un tesoro. Manoseo femenino por el que experimentó cierta molestia entremezclada con oculta e inexplicable dosis de placer.
El niño comenzó a caminar en medio de aquella multitud que marchaba acompasada, silenciosa y cansinamente en una misma dirección. A causa de su diminuta estatura no veía sino los brazos y manos de quienes le rodeaban. Algunos de aquellos hombres y mujeres golpeaban involuntariamente el rostro del niño con sobretodos, largos tapados, ocasionales chaquetas de piel y otras prendas de abrigo prontas a recibir el frío que aguardaba unos metros más adelante. Pisando chicles, restos de bizcochos, envolturas de caramelo y cáscaras de maní, en medio de la muchedumbre, Rafael avanzaba. Atravesando el hall, en la puerta del cine Novelty, cuando ya la temprana noche invernal era una certeza, le esperaba su madre.
La mujer estaba feliz y contenta, mucho más de lo que reflejaba su rostro y de cuanto Rafael suponía. El niño no tenía ni remota idea de lo vivido por sus padres aquella larga tarde, en los ardorosos momentos existentes entre la reparadora siesta y la hora del mate con bizcochos. La madre se inclinó sobre su hijo, le dio un beso, y tomándolo de la mano emprendieron juntos el camino a casa. No bien dieron los primeros pasos, la mujer preguntó si le habían gustado las películas vistas en la matiné dominguera. El chico no realizó un juicio evaluatorio. Sintéticamente resumió los argumentos de aquellos cuatro films: “La primera era de “cogboys” –dijo entusiamado-; la segunda era de esas de besos y hombres y mujeres que se pelean, trabajaban esos que vos viste en la foto del diario la semana pasada –acotó haciendo alarde de dominio en la materia-; en la tercera había romanos y gente de los castillos –la madre prefirió no recabar detalles sobre cuestiones históricas-; y en la última –sentenció no sin cierta molestia- se la pasaron cantando y bailando. Pero creo –añadió con visible entusiasmo- que las mejores son las que anunciaron para el domingo que viene.” Rafael miró hacia atrás, y sus ojos fueron invadidos por el letrero luminoso desde donde se proclamaba el nombre de aquella sala.


5.- El espejo

Un frío día del invierno de 1977, cuando el país transitaba la lóbrega quietud de la dictadura, Jorge celebraba un doble aniversario. Se cumplían dos años de su casamiento y hacía cuatro que había comenzado a trabajar en el departamento contable de aquella empresa, luego de abandonar sus estudios de arquitectura. La contabilidad nunca había sido su fuerte, pero las opciones de empleo no fueron muchas y le urgía obtener algún trabajo. Los antecedentes universitarios le colocaron por encima del nivel promedio de todos los empleados y así fue como terminó, inexplicablemente para él, incorporado a la contaduría. Aún recordaba cuando en su primer día de trabajo le preguntaron si poseía conocimientos contables y respondió con un tímido y sonoro “No”.
Sus inclinaciones le volcaban a las actividades creativas. Atraído por el cine, se convirtió en espectador especializado, y su devoción por las imágenes proyectadas, tras leer algunos libros al respecto, le llevó a pergeñar unos pocos y modestos guiones. Desde luego, en un país sin industria cinematográfica el trabajo de Jorge no pasaba de ser algo personal, sin destino, celosamente guardado en cajones. Sabedor de lo poco o nada que en cuanto a cine podía hacerse, y menos en esos tiempos, intentó la aventura literaria: los cuentos.
Aquél día del doble aniversario, al culminar la jornada, cuando ya todos los empleados de la contaduría se enfundaban en sobretodos, gabanes y otras abrigadas prendas, Jorge se percató que había olvidado su billetera. El ómnibus desde su casa al trabajo había sido pagado con ese dinero suelto existente en todo bolsillo. La contrariedad fue múltiple, no llevaba documentos -y en aquellos años circular sin ellos era peligroso- y no tenía dinero para comprar las flores con que pensaba obsequiar a Rosa, su mujer. Relató lo sucedido a sus compañeros de trabajo y estos le facilitaron la suma necesaria.
Con un ramo de claveles en la mano, Jorge ascendió al omnibus 121 que lo llevaría a su casa, siguiendo el recorrido transitado a diario. La misma inercia de siempre le condujo desde la parada del ómnibus hasta su hogar, un departamento situado en el segundo piso de un edificio de la calle Martí. Cansinamente, subió las escaleras. Al introducir la mano en el bolsillo procurando las llaves, constató que el olvido, además de la billetera, incluyó también al llavero. Esbozando una amplia sonrisa acorde para la ocasión, tocó el timbre aguardando que Rosa le franqueara el paso. Al abrir la puerta, la mujer lanzó un grito, e inmediatamente miró hacia el interior del departamento, retrocediendo un par de metros. Jorge entró y su rostro, demudado, denotó pavor y sorpresa. Al tiempo que contempla el living de su casa, vio un hombre sentado en el sofá. No se trataba de un hombre cualquiera, sino de alguien que físicamente era su doble, una réplica suya.
Rosa, en alta voz, prorrumpió en un sonoro: “Pero, ¿qué es esto?”. Jorge dijo al otro hombre “Quién es usted”; el otro respondió con firmeza: “Eso es lo que yo pregunto”. Asombrados, molestos, desconcertados, los tres quedan en silencio. El otro hombre se puso de pié, proclamando decididamente su condición de legítimo dueño de casa, exigiendo que “cese la broma”, abrazando por la cintura a su confundida mujer. Ella miró a uno y otro con notorio pánico al tiempo que preguntaba: ¿Cuál de los dos es Jorge?. “Yo”, respondieron ambos simultáneamente.
El hombre que estaba en la casa se apresura a hablar y mirando a Rosa dice: “Mi vida, ahora sabrás quien es el verdadero. Te diré al oído todas esas cosas que a ti te gusta escuchar cuando hacemos el amor.” Y acercando su boca al oído de ella, comenzó a susurrar. Rosa bajó la mirada, en su boca se esbozó una complacida sonrisa y un ligero tono rosado acentuó la sensualidad ya insinuada por la comisura de sus labios. Jorge sintió que le temblaban las piernas, conocía de memoria aquel rostro tan particular, era el que se imponía a su mujer, como un acto reflejo, cuando él lograba despertar sus más ardientes deseos. Un rotundo “Váyase”, que en fatal dueto prorrumpieron Rosa y el extraño, acabó por doblegar a Jorge. Las flores cayeron sobre la alfombra; sin decir palabra, salió de la vivienda.
Ya en la calle, Jorge comenzó a caminar sin rumbo. Su mirada no percibía la realidad sino las sugerencias de aquellas formas urbanas. Las luces de las calles deslumbraban su retina, los faros de los automóviles se expandían en estallantes haces luminosos, y los edificios parecían inclinarse, oprimiéndolo, aplastándolo y ahogándolo. Era como si lo hubiesen sumergido en la escenografía de “El gabinete del Dr. Caligari”. Caminó largamente. Había perdido toda noción de tiempo. No podía pensar. No comprendía. Dudaba de su propia existencia. De pronto, a escasos metros, pasó una de aquellas camionetas cargadas de soldados armados a guerra. Hasta sintió deseos que le detuviesen. Que alguien investigase sobre su identidad. El instinto de conservación, las atrocidades de las llamadas “fuerzas del orden”, le hicieron abandonar la idea. De inmediato retornó a su desesperación personal.
Hacía frío, había recorrido largos kilómetros. Al dar vuelta una esquina atisbó, allá en lo alto de la calle Florida, el perfil de la estatua de Artigas, recortándose en la noche por delante de un poderoso e inquietante reflector. Bordeó la Plaza Independencia y las luces del tradicional Vasko Bar le invitaron a entrar. Había transcurrido más de una hora desde que cesara la actividad en el Teatro Solís y eran escasos los parroquianos del bar. Se sentó junto a la ventana. En la mesa situada a su izquierda alguien leía un libro dedicado a Carlos Saura, el realizador cinematográfico español. En otro momento el ejemplar –que enfatizaba sobre títulos como “La prima Angélica”, “El jardín de las delicias” y “Cria cuervos”- hubiera despertado su curiosidad y seguramente habría interrogado acerca del mismo al anónimo lector. Esta vez guardó silencio. Su mirada traspasaba el vidrio de la ventana sin detenerse en nada. Sus manos no habían logrado abandonar los bolsillos.
“Que le sirvo”, inquirió el mozo, un hombre alto, delgado, prolijamente engominado, un personaje escapado de alguna vieja película de Gardel o de un sainete de Vacarezza. Jorge pidió un café y servilletas, muchas servilletas remarcó con aspereza. Una vez satisfecha su solicitud, apartó el café que se enfrió sin ser consumido. Con el bolígrafo habitualmente utilizado para rellenar columnas en los libros contables en la oficina, comenzó a escribir ininterrumpidamente sobre aquellos pequeños trozos de papel. Lo hacía sin vacilaciones, no existía la duda ante cada palabra estampada. El cuento a cuya redacción se entregaba con frenesí no provenía de su imaginación, consistía en el objetivo recuento de la imposible y sobrenatural odisea de aquel día; el de su doble aniversario, el de su doble.
En las primeras horas de la madrugada, luego que el propietario del café efectuara el recuento del dinero ingresado, uno de los mozos, al tiempo que colocaba las sillas encima de las mesas, le indicó que debía marcharse. Era hora de cerrar. Una vez en la calle, sintió redoblarse la dureza de la vulnerabilidad y el desamparo; desoladores sentimientos que acababa de ratificar en otro de sus relatos. Al tiempo que se preguntaba ¿dónde ir?, encaminó sus pasos hacia el edificio de enfrente, el único de la zona cuyas ventanas aparecían iluminadas. Allí estaba la redacción del diario “La Mañana”. Seguramente encontraría a su amigo Alvarez, el crítico cinematográfico y co-director de la página literaria, a quien tantas veces requiriera opinión acerca de sus guiones, de sus cuentos y de otros avatares artísticos con que compensaba la rutina de un trabajo cotidiano que detestaba.
Ramirez, el sereno andaluz del diario, conocía a Jorge. Suponiendo a quien buscaba, le indicó que su amigo aún permanecía trabajando, en el segundo piso. Jorge subió en el ascensor. Al abrirse las puertas quedó enfrentado a la enorme sala de redacción dominada por solitaria oscuridad. Al fondo, bajo un aislado cono de luz proveniente de una portátil, sentado en su escritorio, junto a la máquina de escribir, lapicera en mano, Alvarez corregía la nota impacientemente aguardada por uno de los linotipistas. El desolado Jorge atravesó la penumbra zigzagueando entre infinitas filas de escritorios desocupados. Finalmente se sentó ante Alvarez, en su misma mesa de trabajo. Sin levantar la mirada, el periodista continuó su tarea; le dijo “esperá”, y realizó los últimos retoques a su comentario de “El otro señor Klein”, el film de Joseph Losey que había visto aquella tarde.
Instantes después, mientras el linotipista se retiraba presuroso con el material que aparecería publicado a las pocas horas, Alvarez, sin decir palabra, miró a Jorge. Este adoptó idéntica actitud; simplemente estiró la mano entregándole el manojo de servilletas inundadas de palabras. “Otro cuento y querés que te de mi opinión”; sentenció el periodista, dejando traslucir cierta molestia por los requerimientos ya reiteradamente abusivos del frustrado escritor. Jorge asintió con la cabeza. Con inexplicable sonrisa, Alvarez recorrió todas y cada una de aquellas diminutas hojas. Al culminar la lectura, alzó la cabeza emitiendo el juicio ansiosamente aguardado por Jorge: “Sí, es lo mejor que escribiste, pero se trata del mismo cuento que me entregastes ayer al mediodía.”


6.- Filatelista

El omnibus avanzaba por 18 de Julio. Matilde, sentada junto a una ventanilla, miraba distraídamente hacia afuera. Como un fogonazo, entre la multitud, vio a aquella figura; apenas una mancha borrosa a causa de la velocidad del vehículo. No tuvo dudas. Se trataba de Fernando, su primer novio. El ómnibus se detuvo en la esquina siguiente y ella continuaba absorta, inmóvil en su asiento, con la mente puesta en ese hombre al que había mirado con los mismos ojos con que lo contemplara más de treinta años atrás, al final de la adolescencia. En el instante mismo en que el vehículo cerraba sus puertas para continuar el recorrido, Matilde se paró instintiva, irracional y vertiginosamente. Recorrió a grandes pasos el pasillo, ladeó su cuerpo franqueando aquellas puertas casi cerradas, y tironeó de su roja bufanda a la que poco faltó para quedar prisionera en el vehículo que emprendió nuevamente su marcha.
Comenzó a caminar en dirección contraria a la que traía Fernando. Simularía un encuentro casual. Hacía unos años ya se había cruzado con él, y a causa de una sensación a la que entonces calificó de timidez no se había atrevido a saludarlo. Hoy, cuando Fernando estaba a unos metros de ella, Matilde se dijo, “esta vez sí le hablo”. Y colocándose delante de él frenó los decididos pasos del hombre al tiempo que decía: “Fernando, tantos años sin verte”. El no sabía ante quien estaba y no se atrevió a preguntarle quien era. Le pareció una actitud en demasía descortés para aquella mujer tan amable, de cabello rubio ceniza, obviamente teñido, una exótica y larga capa que impedía ver su cuerpo, y lentes oscuros que ocultaban los ojos y buena parte del rostro.
Fernando procuró continuar con aquel diálogo en un tono absolutamente impersonal y anodino. “Muy bien y tú”. “Es cierto, tantos años que no nos veíamos”. Se sentía cada vez más incómodo pues la mujer, demostrando conocer profundamente un segmento de su vida, comenzó a hacer referencias sobre la zona donde viviera Fernando; tampoco ignoraba su mudanza, ya lejana, de Malvín a Punta Gorda. En determinado momento comenzó la inquisitoria femenina clásica: “Cuántos hijos tenés”. Al tiempo que respondía “tres, dos mujeres y un varón”, Fernando vio aumentar su molestia, pues era obvio que ella estaba al tanto de sus pasos y él no podía responder con idéntica y cálida amabilidad. ¿Tendrá familia, se dijo? Y optó por la vieja, ambigua y polifuncional fórmula que le trasmitiera un amigo suyo para poner en práctica ante circunstancias parecidas. Fue entonces que con fingida familiaridad preguntó “¿Y tu gente?” Ella, complacida, al tiempo que se quitaba los anteojos oscuros, comenzó a brindar detalles: “Vinimos a Montevideo con mi marido, pero nosotros vivimos en Colonia, por los negocios de mi esposo, sabés. Mis hijos estudian en Buenos Aires, pero la menor aún está con nosotros.”
Sin los anteojos, aquel rostro condujo a Fernando a través del túnel del tiempo. Había algunas arrugas más y cierta flojedad se insinuaba bajo el mentón, pero los ojos eran los mismos, alegres e inconfundibles, además la voz que le había sonado familiar desde un primer momento se acoplaba a la perfección con el recuerdo de aquellas facciones transformadas. Por cierto, la rubia y corta melena no guardaba relación con un cabello que él recordaba largo y castaño, y ella insistiría más adelante que había sido rubio oscuro.
“¡Ah, vos sos, Mariposa!”, exclamó Fernando con inusitada sonoridad y sorpresa. Utilizó el sobrenombre con que familiares y amigos llamaban a Matilde en aquellos lejanos años en que fueran novios. Inmediatamente la tomó del brazo, mientras que, sin darle opción, la conducía al interior del bar existente ante ellos, invitándola a tomar un café. Se sentaron junto a la ventana. Riendo, se miraron a los ojos. Ella quedó en silencio y él inició el diálogo: ¿Porqué nos peleamos en aquella época?. “No recuerdo”, fue la respuesta. Ninguno ensayó la búsqueda de una explicación.
Fernando retomó la iniciativa. “Contame Mariposa, que hiciste en todos estos años”. Matilde dijo que ya no la llamaban Mariposa. Aclaró que el apodo no le gustaba. Cuando él preguntó desde cuando se había operado el cambio, ella, sin mirarlo, dijo: “Fue por aquella época”. El no dijo nada pero su mirada inquisidora era elocuente. “No, no tuvo nada que ver con nosotros, simplemente no me gustaba”, señaló Matilde con escasa convicción. Luego vino la prolija enumeración de efemérides familiares: casamiento, con detalles sobre aquel novio, hoy su marido, que dominante y celoso había insistido en que abandonase sus estudios de abogacía, para dedicarse por entero al hogar y sus hijos en la rutinaria y monótona existencia de aquella ciudad del interior donde el hombre era todo un personaje. No faltaron las referencias a los ya “cotidianos viajes a Buenos Aires, que nos queda enfrente”, agregando de inmediato “a Montevideo vengo a ver a mamá, que vive con mi hermano Carlos y su esposa Graciela, ¿vos la conociste a ella?”. La andanada de autorreferencias se interrumpió cuando, sonriendo, dijo a aquel hombre que la escuchaba en silencio: “y vos siempre con los sellos, eran tu pasión desde la juventud, siempre leí cuanto publicabas en la revista filatélica, y te veo de vez en cuando en las fotos de los diarios, en las exposiciones de sellos. No me olvido de aquel día en que te entrevistaron en la televisión y hablaste de tus colecciones de sellos; me enteré que estuviste en varias muestras filatélicas internacionales. Hace unos años, en 1989, estaba en Río de Janeiro con mi esposo, por las cosas de él sabés, y en la ciudad se realizaba una muestra filatélica del Cono Sur; fui varias veces a ver si te encontraba. Vi tus sellos, y tu nombre en el catálogo, pero no pude verte, que pena. Hubiera sido lindísimo si nos hubiéramos encontrado entonces. Pensar que pasaron tantos años. Ya nos habíamos cruzado otra vez en la calle, pero me dio vergüenza pararte para hablar. Hoy sí, me dije, esta ocasión no la dejo pasar.”
Fernando se sintió extraña y nuevamente atraído por aquella mujer. O acaso eran las palabras de ella que despertaban su masculina vanidad. La había recordado hasta entonces, pero su evocación no suscitaba ningún sentimiento en mí, se dijo justificándose. O acaso, logró preguntarse, había algo oculto tras aquél eco lejano, difuso y persistente. Ella sintetizó sus años de vida matrimonial para continuar explayándose en la vida de Fernando, que conocía al dedillo; por lo pronto en su faz pública, como filatelista. El retornó momentáneamente al “tiempo perdido”, como gustaba llamar a su juventud, y apoyó su mano en el brazo de ella, en realidad sobre un grueso pullover que ocultaba las infinitas prendas con que se protegía del frío de aquella jornada. Ella no retiró el brazo, ni tampoco dijo nada. Continuaron la conversación complacidos. Fernando pensaba “soy un pelotudo, le acaricio el pullover, como cuando éramos dos pendejos, y no me dejaba meterle mano”. La grosera imaginación de Fernando no fue siquiera presentida por Matilde que gustosa sentía el peso de aquella mano sobre su brazo, “como si me hiciera las caricias prohibidas que no me animaba a permitirle cuando éramos novios”.
La conversación los llevó rápidamente a los recuerdos y también a los divertidos reproches por pasadas querellas. Ella miró el reloj y al tiempo que se levantaba, sin haber probado gota de aquél café, señaló que su marido la aguardaba. Ya cuando ambos se retiraban hacia la calle, ella le dijo “llamame si te interesa”. El nunca llegó a saber si le había dicho si “te interesa” o “si te intereso”. Adonde llamo, preguntó él, ¿a tu casa?. No, mi marido es celoso, dijo ella, yo te llamaré; dame algún número. El escribió apresuradamente en una de las servilletas del bar el número de su teléfono celular, aclarándole que por varias semanas estaría ausente pues marchaba a un congreso de filatelistas en Estados Unidos.
Al despedirse, Fernando dio a Matilde un beso que no fue el de enamorados ni tampoco el de meros amigos. Sus labios rozaron los de ella, pero mayoritariamente se apoyaron en la mejilla de la mujer. En la puerta del bar tomaron direcciones diferentes y una vez hubieran caminado una veintena de metros ambos se sorprendieron, sonrientes, dándose vuelta y saludándose con la mano.
Unas semanas después, desde los teléfonos públicos de Colonia, evitando toda huella que la delatase, Matilde comenzó a llamar a Fernando. Durante veinte días y a diferentes horas recibiría la respuesta del contestador indicando que el titular del teléfono no se encontraba y que le dejaran un mensaje. Matilde jamás se atrevió a dejar mensaje alguno. Pensó en abandonar el intento.
Cierta tarde, ya desesperanzada, decidió realizar una última llamada; recordó que en su ruptura con Fernando incidieron llamadas telefónicas desencontradas, entre otros malentendidos. Uno no llamó al otro, el tiempo pasó y sin reales motivos su noviazgo se había disuelto. Bastó aquella evocación para que Matilde reemprendiera de inmediato su telefónica búsqueda. Obtuvo la anhelada respuesta. Fernando iba por la calle y atendió aquel llamado que, aunque no gustaba confesárselo a sí mismo, había aguardado ansiosamente. “Habla Matilde, Mariposa -aclaró de inmediato-, quería saber como te había ido”. La conversación fue breve, estuvo despojada de toda connotación sentimental, más parecía una charla de negocios que otra cosa. Ella comentó que iría a Montevideo la semana siguiente; él la citó en un bar. No se trataba de aquel de amplias ventanas en que se habían reunido por primera vez, sino de un oscuro y bastante sucio boliche de la calle Mercedes, donde los parroquianos eran borrachines que no repararían en una pareja sentada en alguna de las mesas del fondo.
A media tarde, él la esperaba. Ambos fueron puntuales pero Fernando arribó unos minutos antes. Cuando ella entró, la vio realmente tal como era en su edad madura. El veranillo imperante permitía el uso de ligeras ropas y ahora Fernando descubría algo más de aquél cuerpo que había ocultado la capa. Mientras ella avanzaba hacia él, tuvo tiempo de contemplar unas piernas que siempre le habían atraído, su peculiar modo de caminar, y unos cabellos recogidos que dejaban al descubierto aquellas orejas a las que, como en el pasado, halló tremendamente sensuales. Aunque habían pasado muchos años y varios hijos, Matilde mantenía su atractivo físico. No era una mujer escultural, pero su blusa delataba unos pechos generosos, tal vez no demasiado firmes; su pollera ajustada señalaba unas caderas y un trasero que Fernando ahora veía más apetecibles que varias décadas atrás. “No es una belleza pero tiene una cosa que te calienta”, se dijo reeditando el viejo juicio emitido para sí mismo aquella lejanísima tarde en que la avistara por vez primera, a la salida de la clase de inglés, cuando aún el amor que sobrevendría luego era una posibilidad incierta.
Ella se sentó y lo primero que atinó a decir fue: “Qué vas a pensar de mí”. Fernando respondió que lo único que pensaba era que ambos tenían deseos de verse. Ella hizo referencias a la esposa de Fernando y como única respuesta recibió el dedo de Fernando que cerraba sus labios. Aquel dedo fue una manera de eludir un tema espinoso, pero también fue el tímido artilugio de Fernando para posar su mano sobre un rostro que continuó acariciando. En el mostrador, varios ebrios proseguían entregados a sus etílicos apetitos.
Matilde y Fernando conversaron largamente, en determinado instante se encendieron las luces del bar y la pareja sintió expuesta su intimidad. Como si las palabras intercambiadas casi en susurros adquirieran tal volumen que fueran de dominio público. Bebieron rápidamente sus cafés y se dispusieron a partir. Antes de trasponer la puerta del bar, Fernando dio a Matilde un rápido beso en la boca. Ella lo miró, le dijo “Me mataste” y salió vertiginosamente. El marchó unos metros detrás de ella hasta que, dando vuelta la esquina, Matilde se perdió entre la multitud.
A lo largo de unos dos meses los encuentros de la pareja se repitieron sistemáticamente. La llamada telefónica para intercambiar un saludo, la cita en el próximo viaje a Montevideo, y la reunión en el sucio bar de la calle Mercedes.
Las conversaciones en el bar pretendían ponerlos al día respecto a sus vidas. Ella no vaciló en confesarle que tras el fracaso de su matrimonio sintió que siempre había continuado enamorada de él. También le reiteró haber asistido a diversas muestras filatélicas con la secreta esperanza de hallarlo
Aquella tarde Fernando repitió la propuesta que había formulado en encuentros anteriores: “Vamos a un hotel donde podamos besarnos y abrazarnos”. La tajante negativa con que hasta entonces respondiera Matilde tuvo una modificación: “Un hotel, para abrazarnos y besarnos ¿pero vos vas a querer otra cosa?”. Fernando no quiso confesar que sí, que querría hacerle el amor, y tampoco deseó mentir. Modificó su propuesta y dejó en manos de Matilde los límites del encuentro oculto: “Vamos a un hotel, y llegamos hasta donde vos quieras”. Ella sonrió y levantándose de la silla le dijo susurrante: “Supongo que no intentarás violarme”.
Matilde miró las luces multicolores de aquella sórdida pieza del hotel de alta rotatividad al tiempo que exclamaba “Esto es horrible”. El la sentó en sus rodillas y sus manos comenzaron a recorrer aquel cuerpo, era la materialización de unas caricias no concretadas en los púdicos encuentros juveniles, donde los cuerpos abrazados llegaron a percibir curvas de firmes senos, la dureza de un miembro erecto, vientres, y mutuos temblores.
Se arrojaron sobre la cama, desnudándose uno al otro. En silencio, hicieron el amor, incluso con titubeos de debutantes en esos avatares. Se tocaron, se recorrieron con sus manos, y conversaron largamente. Se repitieron, hasta creerlo, que simplemente habían retomado un vínculo interrumpido, que no había existido paréntesis alguno en sus vidas. Mientras se vestían, Fernando le pidió que se detuviera un instante, quería recordarla con ese conjunto de ropa interior, el de su largamente postergada y primera comunión sexual.
Los encuentros se sucedieron y para aprovechar el tiempo juntos suprimieron los momentos previos en el bar. Simplemente se citaban en determinada esquina y allí ascendían presurosamente a un taxi. Ella consideraba arriesgado ir en el automóvil de Fernando, incluso le resultaba “incómodo ir sentada en el lugar en que viaja tu esposa”.
Se amaban con prisa y sin pausa. Ambos se sorprendieron ante sus apetitos eróticos. No solamente hacían el amor sino que se complacían en describir sus sensaciones, en desmenuzar cada uno los movimientos del otro, en confesarse los más secretos ardores, en utilizar los instantes de reposo para revivir con crudas palabras cuanto habían hecho. No había entre ellos vergüenzas ni falsos pudores. Se proclamaban los deseos, llamaban a las partes de su cuerpo por sus nombres más vulgares, enardeciéndose cada vez más. Cuando se entregaban el uno al otro, el resto del mundo desaparecía. Eran dos animales del amor. Les gustaba reconocerse así, pero no menos amplia era la mutua comprensión que se dispensaban. Coincidieron en que habían reencontrado el ímpetu del amor juvenil.
Creyeron disfrutar aún más del amor aquel día de verano en que no funcionaba el aire acondicionado, cuando sus cuerpos unidos por brazos y piernas que se estremecían en infinitos retorcimientos, se bañaron en espeso sudor entremezclado con otras pegajosidades brotadas de sus insaciables intimidades.
Entre sus mutuas confesiones, Matilde contaba de su hobby: el cultivo de flores y jardines, con especial predilección por las rosas, donde había logrado una especial variante muy peculiar. El la escuchaba y burlonamente decía que aquél era el entretenimiento de una señora burguesa carente de preocupaciones. Cuando ella retrucaba: “ ¿y los sellos?”, Fernando, ligeramente molesto, acotaba que lo de él era pasatiempo y negocio, pues los sellos, libros antiguos y raros, y otros materiales de colección, constituían su sustento y el de su familia.
Varias veces se habían planteado el futuro de aquella relación. Fernando, que no lograba ni quería olvidar a Matilde, y sin atreverse a confesar el tenue remordimiento que lo confundía y embargaba ante la traición conyugal, sostenía que debían mantener el vínculo como hasta entonces. Matilde demostraba cierto escrúpulo por el engaño a un marido al cual ya no quería, exhibiendo sin ocultamientos el temor de que su amante la menospreciara por su condición de adúltera, palabra que nunca quería pronunciar.
En una de aquellas pausas amatorias, Matilde dijo recordar que él había comenzado su colección de sellos con piezas cuyo tema se refería a barcos. Fernando asintió, señalando que la de los barcos era una temática demasiado ligada a lo bélico, por lo que había optado por otra menos dramática: las mariposas. “¿Mariposas, cuando te decidiste por ellas?. Tu preferencia está en un sello con una “Mariposa”; expresó Matilde con un tono que trasmitía cierto orgulloso deleite ante la reaparición de su antiguo sobrenombre en la vida de Fernando. El respondió secamente: “hace años, muchos años”. De inmediato, las manos y bocas de la pareja continuaron relevando ansiosamente sus cuerpos desnudos, sin olvidar los más secretos rincones.
Antes de dejar aquella habitación sórdida que empero ya sentían como suya, ella se maquillaba en el baño y él, que se encontraba por detrás, se restregaba contra su trasero, besaba sus orejas, y con ávidas manos le apretaba los pechos –como yo lo deseaba y no me lo podías hacer antes, repetía invariablemente Matilde-. En ese preciso instante, ella continuó: “No te enojes, pero la semana próxima no podré venir, voy con mi marido a Suecia, se trata de un viaje de negocios; quiere importar varias cosas desde allá.” El, riendo y sin dejar de abrazarla dijo: “Una confesión por otra. Me voy a Denver, en Estados Unidos, por el asunto de los sellos, sabés”. Ella giró, se colocó frente a él y tras besarlo apretando un cuerpo contra el otro, dijo: “Vuelvo en un par de semanas. Te llamaré.”
Nuevamente en Colonia, Matilde llamaba insistentemente a Fernando. La única respuesta era la del contestador del teléfono celular. Ella recordaba la advertencia que le había hecho aquel día en que garrapateó el número en una servilleta del bar: “llamame al celular, nunca al negocio y, por supuesto, jamás a casa”. Ansiosa por encontrarse con su amante, dijo a Héctor, su marido, que iría a Montevideo, a ver a su madre tras el viaje. El hombre, con su habitual mal humor y autoritarismo, objetó el viaje. Matilde sabía que insistir no era conveniente, además el pánico se apoderaba de ella ante el eventual descubrimiento del engaño. Ignoraba que a Héctor, más que el engaño en sí mismo, aquello que le trastornaría profundamente era el orgullo herido, el saberse estigmatizado con el rótulo de “cornudo” por familiares y conocidos.
Los temores de Matilde en cuanto a ser descubierta la sumían en profundo desasosiego. Se entregaba con más ahínco que nunca a sus rosas. Aquella noche ocurrió algo que la sorprendió. Su marido regresó al hogar con un libro sobre floricultura para ella y un film, alquilado en el videoclub cercano, que propuso vieran juntos tras la cena. Gesto nada habitual en aquel individuo que había eliminado casi completamente las manifestaciones de cariño. Para Héctor el atractivo del mundo consistía en beber y comer copiosamente, en concretar prósperos negocios, y en ocupar un espacio en la vida pública. Luego de cenar se sentaron ante el televisor, verían aquella película sobre la que Matilde no había osado indagar. Cuestionar el gusto de su marido hubiera sido motivo de una agria disputa. Es una comedia española, dijo él mientras corrían los metros destinados a promocionar otros títulos. Cuando apareció el nombre del film, “Asignatura pendiente”, Matilde no tenía la más vaga idea de cual era la anécdota. Ante el letrero anunciando el nombre del director, José Luis Garci, Héctor exclamó: “este no es el que hizo “Volver a empezar” aquella “babosidad sobre dos viejos enamorados”. El comentario inquietó a Matilde, a la vez que no lograba explicar el interés de Héctor por todo aquello. Nerviosa al extremo, creyó detectar un tono acusatorio cuando aquél corpulento cónyuge señaló la “babosidad” del romance entre un hombre y una mujer ya mayores. Matilde, procurando disimular su desasosiego, hizo algunos jocosos comentarios acerca de los protagonistas de la película que verían de inmediato, un esmirriado José Sacristán y Fiorella Faltoyano de físico generoso. A medida que transcurrían los minutos, un inquietante sudor frío cubrió a Matilde. “Asignatura pendiente” trataba sobre un hombre y una mujer, ex novios, que reencontrándose luego de largos años se sumergen en una tierna aventura de amor y adulterio. Cuando finalizó el film, Matilde, temblorosa, miró lentamente hacia el sofá donde se hallaba Héctor. Estaba profundamente dormido. Desesperada por el amor y el deseo que le provocaba Fernando, pero temerosa ante el posible escándalo familiar, firmemente dispuesta a interrumpir aquella relación, al día siguiente llamó por teléfono a quien denominaba “mi novio”. Nuevamente y a lo largo de un par de días halló la voz del contestador. Iría a Montevideo y hablaría con Fernando. Esta vez el pretexto de “ir a Montevideo a ver a mamá”, no halló obstáculos.
Desconociendo las recomendaciones de Fernando, Matilde se dirigió al negocio de este, en la Ciudad Vieja, donde comercializaba, según decía ella, “todos esos papeles viejos y las estampillas que el fax, los e-mail y veinte mil cosas más, convirtieron en algo obsoleto”. Sabía que una vez le encontrara desecharía los propósitos de interrumpir la relación y presurosos se dirigirían al “hotel”.
Había caminado en numerosas oportunidades ante aquel comercio. Siempre con el secreto deseo de ver a Fernando, aunque fuese desde lejos, si bien nunca había traspasado su puerta. Entró decidida y preguntó por Fernando al hombre que se encontraba detrás del mostrador. Este respondió que Fernando no se encontraba, ofreciéndose gustoso a atenderla si le indicaba cual era el material de su interés. Matilde, con frases confusas, rechazó el ofrecimiento e inquirió sobre Fernando y su regreso. El hombre le dijo que se había radicado en Denver, junto a su familia, luego de vender aquel negocio.
Tiempo después, Matilde clasificaba la profusa correspondencia que llegaba a su casa. De entre las muchas revistas comerciales e industriales destinadas a Héctor, apartaba aquellas sobre jardinería y floricultura a las que estaba suscripta. Extrañada, vio una publicación que desconocía, provenía de los Estados Unidos, más concretamente de la ciudad de Denver, estaba dedicada al cultivo de rosas y los sellos de correo lucían infinita variedad de mariposas. La revista continuó llegando puntualmente. En los respectivos sobres sin remitente, revoloteaban invariablemente estampillas con mariposas.
Aquella tarde, cuando Héctor llegó a su casa, Matilde quiso hablarle. Deseaba recomponer el vínculo conyugal bastante maltrecho. El, con su habitual impertinencia, la interrumpió sin dejarle prorrumpir palabra, al tiempo que decretaba: “mañana nos vamos a Denver; se presentó un excelente negocio”. Matilde, silenciosamente, comenzó a hacer las valijas. En el equipaje incluyó el juego de ropa interior que llevaba cuando hiciera el amor con Fernando por primera vez.


7.- Idea fija

El aula de la Facultad rebosaba de estudiantes. La fría noche invernal y el calor interno habían empañado los vidrios. Con sobretodos, tapados, camperas y gabardinas, los jóvenes apenas si cabían en aquellas estrechas sillas de madera. Raúl llegaba a clase prácticamente en el mismo instante en que el profesor iniciaba su larga parrafada atiborrada de cifras, tendencias y porcentajes. A diferencia de otros compañeros que permanecían de pie el par de horas diarias insumidas por el curso, siempre tenía asiento, pues Angela se encargaba de reservarlo. Raúl y Angela se habían conocido en la escuela, luego concurrieron a diferentes liceos y el azar y acaso la vocación les hicieron reencontrarse hacía poco más de un mes en la recientemente inaugurada etapa universitaria de su aún breve existencia.
Eran simplemente amigos y ninguno pensaba en otro tipo de relación. Por eso, pocos meses después, ya cerca de fin de año, Angela no halló nada especial en la invitación que aquél le hiciera para ir al cine. Raúl se sentía entusiasmado ante el reciente estreno de “Senilitá”, que exhibía el Cine Plaza. Mientras caminaban por 18 de Julio en dirección al cine, Raúl se explayaba sobre la personalidad y “el estilo decadente de refulgente plasticismo de Mauro Bolognini, del que hace exactamente un año y en el mismo cine vi “La viaccia”. Lo que no confesaba Raúl era que más que el realizador y sus recursos dramáticos y estéticos quien lo tenía perdidamente deslumbrado era la protagonista de ambas películas: Claudia Cardinale, convertida por él en objeto de un sueño inalcanzable y secretamente acariciado.
El vínculo entre Raúl y Angela pareció acrecentarse cuando ambos comenzaron a preparar conjuntamente los diversos exámenes. Se reunían alternadamente en el hogar de cada uno o bien en lo de Marcela o Susana, otras dos compañeras con las que habían establecido armónica relación.
Susana vivía en el barrio Sur y cuando tarde, por la noche, salían de casa de ésta, Raúl acompañaba a Angela y Marcela hasta la plazoleta donde se encuentra el monumento a El Gaucho, en 18 de Julio, sitio en el cual tomaban sus respectivos ómnibus. Los recorridos utilizados por Marcela eran varios y frecuentes, siendo en consecuencia la primera en partir. A esa hora Angela debía aguardar un buen rato y Raúl permanecía complacido junto a ella. La muchacha comenzó a sospechar cierto interés sentimental por parte de su viejo amigo y compañero y la idea no le disgustaba. Raúl mientras tanto, estaba nerviosamente atento a los movimientos de otra joven que invariablemente encontraba en ese lugar. Lo había deslumbrado aquella figura elegante, extremadamente curvilínea, de tez cetrina y grandes ojos almendrados. La desconocida llevaba una buena cantidad de libros que recostaba sobre su generoso busto, al tiempo que los aprisionaba mórbidamente con sus brazos cruzados. Una pollera ceñida, ni corta ni larga, dejaba al descubierto unas piernas llamativas y remarcaba provocativas caderas y un trasero firme y redondo. El pelo recogido acentuaba su sensualidad. Raúl no solamente estaba deslumbrado por su belleza, sino que se había percatado, y no se trataba de un ligero parecido, de la increíble semejanza entre aquella mujer veinteañera, acaso un par de años mayor que él, y la venerada Claudia Cardinale.
La casa de Susana era amplia y su ubicación, casi céntrica, la transformaba en el lugar unánimemente preferido para las reuniones de estudio. Raúl, además, hallaba el aliciente de encontrar a “la Cardinale”, como había comenzado a llamar a la atractiva y anónima mujer. El comportamiento de Raúl, concurriendo noche a noche a la parada de ómnibus, fue interpretado por las tres estudiantes como inequívoco signo de interés sentimental hacia Angela. Cómplices, se preocuparon de intensificar la situación hasta convertirla en rito casi diario.
Una vez que habían partido Angela y Marcela, Raúl permanecía en la parada del ómnibus entre cuarenta y cuarenta y cinco minutos, en absorta contemplación de la desconocida convertida en objeto de sus sueños. Deseaba ascender al mismo vehículo que ella y acaso seguirla hasta su casa. Era imposible, pues la mujer, con la mirada fija en los autobuses que pasaban uno tras otro, no detenía a ninguno. Raúl imaginó que “la Cardinale” había descubierto “su interés” y no deseaba ser “perseguida” hasta su domicilio. Incluso había esbozado cierto retrato imaginario de ella, a partir de los libros con que la veía cada noche: algunos tratados de filosofía, una Biblia, un par de novelas de autores latinoamericanos, algunas revistas culturales editadas en Buenos Aires, y los infaltables cuadernos de apuntes en cuyas espirales de alambre se enganchaban diversos bolígrafos y lapiceras. Estudiante de letras y filosofía, acaso de religión llegó a suponer –y no descartó que ella viniese de la iglesia metodista cercana-, o quizá sea una de estas rayadas que gustan pasarse la tarde en el café Sorocabana o en el bar Sportman, supuso con notorio desdén hacia cuanta ninfa frecuentaba de esos centros de reunión.
Una noche y otra, invariablemente, Raúl pensaba en dirigirle la palabra. Su propósito se autofrustraba, notaba en ella cierto distanciamiento. Supuso a una mujer no dispuesta a iniciar diálogo con un desconocido empecinado en nocturnos y silenciosos asedios callejeros. O acaso, se dijo, “la tipa no quiere demostrar que me da bola y espera que le hable”. La miró sonriendo y ella respondió la sonrisa. Decidido, con aire triunfal, Raúl se aproximó. “Te veo todas las noches” –le dijo sin exhibir demasiada imaginación-, “vos que estudiás” –continuó mientras sus ojos se posaban en sus libros o acaso en los pechos contra los que se encontraban los mismos-. “Trabajo”, respondió ella. Y él, sintiéndose más seguro ante el auspicioso primer contacto verbal, agregó, “¿y en que trabajás?”. Ampliando su sonrisa, la mujer aclaró: “Aquí, trabajo aquí. Querés salir conmigo”. Raúl no acababa de comprender o no quería comprender. Aquella era una zona donde había prostitutas, pero estas se ubicaban generalmente del otro lado de la calle, sobre Constituyente, en el murete de la iglesia.
El cristalino amor por “la Cardinale” fue abruptamente sustituido por la oportunidad de acostarse con “la Cardinale”, materializando ocultos deseos suscitados desde la pantalla. De inmediato Raúl se interesó por los aranceles de Afrodita. Ella especificó una cantidad equivalente al dinero que el estudiante lograba reunir a lo largo de un par de meses para todos sus gastos -que por cierto no eran demasiados-, agregando inmediatamente, “y la casa”, lo cual significaba que el hotel o amueblada donde concretaran el encuentro debía abonarse aparte. Entre apesadumbrado y eufórico, Raúl señaló no disponer tal cantidad en ese momento, pero, añadió rápidamente, “otra noche volveré con la guita necesaria”.
La intensa preparación de los exámenes permitió a Raúl mantener el cotidiano y frustrado “encuentro” con “la Cardinale”, siempre aguardando clientes. Su aspecto “respetable”, en las antípodas de las obesas y a veces desdentadas profesionales del amor con las que no se mezclaba, seguramente desconcertaba a los posibles candidatos. Ella tenía “su parada” en una franja callejera donde era posible mimetizarse con “señoras y señoritas de familia.”
Raúl ahorró como nunca lo había hecho. Llevó al mínimo imprescindible sus gastos y al cabo de dos meses casi había logrado reunir lo necesario para cumplir su sueño sentimental-erótico-cinematográfico. Angela, ante la congelación de aquél vínculo, se dispuso a llevar la iniciativa. Una noche, en la ya habitual espera del ómnibus, propuso a Raúl ir al cine el domingo siguiente. El dijo que debía hacerle una confidencia, que esperaba “no lo tomase mal”, considerando la vieja amistad existente. Acto seguido expuso a Angela imaginarias deudas que justificaron la ausencia de invitaciones de cualquier índole, culminando su discurso con la solicitud de diez pesos en carácter de préstamo. Ella abrió su monedero entregándoselos y pocos minutos después ascendía al ómnibus. Raúl, extasiado, tras haber completado la suma de dinero necesaria, se dirigió sonriente hacia “la Cardinale”. En el bolsillo apretaba los billetes que no sobrepasaban ni en un centésimo la suma requerida por la mujer y “la casa”. Con aire triunfal le dijo “Vamos”. Raúl sabía que agotaría toda su disponibilidad económica, que tendría un par de deudas –una de ellas con Angela- y que el largo retorno a su casa debería hacerlo a pie.
“La Cardinale”, con amplia y seductora sonrisa, desplegando lánguidamente su cuerpo escultural, aceptó al tiempo que decía al desorbitado Raúl: “llamá un taxi”. ¿Un taxi?, exclamó el muchacho molesto y asombrado. Sí, replicó ella, “Yo” –y acentuó ese yo buscando distanciarse del resto de sus compañeras de profesión- “no voy si no es en taxi”. Raúl, sudoroso, con la camisa desabrochada y la corbata floja, acotó con voz suplicante: “Pero si la amueblada queda allí, a media cuadra. Tengo la plata justa”. Como única respuesta obtuvo la reiteración del petitorio de viaje en taxímetro.
Rabioso, enojado, burlado, Raúl cruzó la calle y se marchó, a pie, con una de aquellas prostitutas que parecían escapadas de una ilustración de las primitivas “Venus esteatopigias”: voluminosas mujeres de senos desparramados como desinfladas pelotas de fútbol, y anchas caderas cayendo, tumultuosas, en sucesivos rollos. Una vez aplacada medianamente su rabia y malamente satisfechos sus apetitos sexuales, Raúl volvió a pasar por el lugar donde “la Cardinale”, espléndida, tentadora, refulgente, continuaba esperando el posible cliente con el cual jamás se la viera.
En los días siguientes Angela continuó esperando su ómnibus en el mismo lugar, Raúl continuó acompañándola, y “la Cardinale” desapareció para desazón del esperanzado estudiante que había recomenzado su campaña de ahorros.
Angela y Raúl se casaron, pero cada cual por separado. No obstante continuaron la amistad y una vez hubieron obtenido su título universitario fueron contratados por la misma empresa. Aquella noche, Angela y su marido, y Raúl y su esposa, se encontraban en la fiesta ofrecida por Héctor -el propietario de la compañía donde ellos eran contadores- quien celebraba el fin de año con el personal y también aprovechaba la ocasión para irrumpir públicamente junto a su nueva esposa, una argentina a la que conociera en sus frecuentes viajes a Buenos Aires. Al ser presentado a la esposa de Héctor, Raúl creyó hallar nuevamente a “la Cardinale”. Deseoso de indagar en el pasado de la mujer, le arrojó una frase casi inquisidora: “Si no fuera Ud. argentina, diría que la conocí años atrás.” A lo que la bella mujer, sin inmutarse, respondió: “Es posible, allá por los sesenta estuve estudiando en Montevideo, vivía cerca de la plazoleta de El Gaucho”.



8.- Lazos familiares

En aquel domingo de julio, Montevideo, como todo el país, festejaba alborozado el triunfo de Maracaná. Uno de los escasos individuos sin ánimo para celebrar la proeza deportiva era Nelson. Apenas había rebasado los treinta años y desde la semana anterior era viudo con un hijo de tres años: Nelson hijo. En el cementerio, luego del sepelio de su esposa, matizó la tristeza con la inquietante perspectiva de su vida cotidiana. Su existencia giraba en torno a aquel empleo público y a un hogar donde la esposa se había hecho cargo de la infraestructura doméstica. Mientras caminaba entre las tumbas, Nelson se preguntaba quién cuidaría del niño, quién se responsabilizaría de las tareas diarias: las compras en el almacén, verdulería, panadería, lavado y planchado de ropa, limpieza, y un largo y fatigoso etcétera. En ese instante dudaba respecto al sentimiento que le quebraba más: el provocado por la muerte de su mujer, o el temor y la autocompasión.
Poco pasos había dado, e inesperadamente emergió la respuesta a sus problemas. Su hermana Gertrudis se acercó comunicando una irrebatible decisión: “voy a la casa con ustedes”. En ese mismo instante se integró al devastado hogar. Gertrudis, solterona, doce años mayor que Nelson, era una mujer alta, extremadamente delgada, seca. En su juventud había tenido un novio que poco antes del casamiento dio marcha atrás aduciendo que estaba débil, anémico, y por esa razón debía posponer la boda. Aquel novio desapareció tan rozagante como había llegado y nunca más se le mencionó. En el ámbito familiar incluso se evitaba pronunciar las palabras anemia y novio en presencia de la mujer.
Gertrudis pasó a desempeñarse en su nuevo hogar como doble madre: de Nelson y de Nelson hijo. La diferencia de edad entre los hermanos había acentuado, desde la infancia, sus inclinaciones protectoras. Nelson siempre se había complacido con ese sentimiento maternal, parcial sustituto de afectos perdidos a causa de una temprana orfandad. Pero la voluntad de la solterona no bastaba. Estaba acostumbrada a atenderse exclusivamente a sí misma, a satisfacer escasos requerimientos que no superaban dos frugales comidas diarias. Su diversión se limitaba a ocasionales visitas domingueras a parientes lejanos o cercanos de avanzada edad. Y aunque no lo confesaba, Gertrudis carecía de aptitudes en cuanto al trato con niños, por los que sentía profundo rechazo y a los que dispensaba escasa atención. Nelson hijo se le aparecía a modo de consecuencia ineludible.
La vivienda de Nelson padre y Nelson hijo era bastante reducida; oscura, fría en invierno y calurosa en verano. Consistía en un pequeño departamento, ubicado al fondo de un largo y lóbrego corredor, perteneciente a un edificio de una sola planta situado en el extremo cerrado de una calle cortada.. Luego de dos semanas de instalada, Gertrudis, superada por limitaciones que iban más allá de su buena disposición, planteó a su hermano la posibilidad de traer una colaboradora, una sirvienta. Para ello sugirió escribir a su prima Isaura, radicada en el interior, solicitándole la búsqueda de “alguna chica de campaña para desempeñar las tareas domésticas”. Nelson aceptó. Si bien su sueldo era magro, la contribución pecuniaria de Gertrudis –“ya que ahora no pago alquiler”, según señalaba- posibilitaba tal erogación.
En menos de quince días Ramona, que así se llamaba la quinceañera enviada por Isaura, se acomodaba en el diminuto altillo existente sobre la cocina del departamento. En realidad, más que altillo, aquello era una especie de entrepiso, existente a causa de ciertos desniveles producto de torpezas de construcción. Ramona era fornida, aparentaba más años de los que tenía. Su cutis extremadamente blanco, sus mejillas sonrosadas, sus ojos claros y el cabello rubio, denotaban un ancestro europeo en aquella hija ilegítima de una aindiada peona de estancia. La muchacha no se arredraba ante los madrugones, el agua fría del baño, la limpieza del departamento, el lavado y planchado de la ropa de toda la familia, los tediosos y agobiantes “mandados” que mañana a mañana la llevaban a recorrer los almacenes del barrio, el cuidado de Nelson hijo, y la ayuda en la preparación de comidas, algo que no se le confiaba aún totalmente ya que sus escasos conocimientos culinarios iban poco más allá de unos ensopados espesos y grasientos. En contraste con la dura fajina rural y una tapera a la que llamaba “la casa”, su nueva condición parecía de extrema comodidad y holgura.
Los fines de semana Nelson padre iba al fútbol. Al estadio Centenario un día y a la cancha del barrio el otro. Nelson hijo, a quien su progenitor no dispensaba demasiada atención, estaba siempre con las dos mujeres. Como ellas, se hallaba innecesariamente sumergido en rígidos horarios, reflejo de la rutina de Nelson padre: almuerzo antes de partir hacia el trabajo y cena por la noche, una hora quince minutos luego del regreso al hogar. El sábado o el domingo eran utilizados por las mujeres para pasear. Habitualmente el sábado por la tarde transcurría en casa de los familiares más ancianos, entre evocaciones de difuntos, intercambio de síntomas de enfermedades surtidas y tés curalotodo. Gertrudis solía acaparar la palabra al tiempo que Ramona, al igual que los demás contertulios, escuchaba callada. Nelson hijo, profundamente aburrido, repetía su letanía: “cuando nos vamos”. Los domingos iban al Parque Rodó y ocasionalmente al cercano jardín zoológico.
Gertrudis se hastió de los domingueros paseos infantiles, analizando la posibilidad de ir al cine. El acuerdo laboral con Ramona incluía el domingo por la tarde libre, pero la vieja solterona consideraba que llevar a su empleada al parque o al zoológico incrementaba el burlado asueto. Sin amigas, Gertrudis se habituó a Ramona por quien experimentaba cierto acostumbramiento, ya que no podía definirse como cariño aquel sentimiento. Un domingo Gertrudis se entusiasmó con la idea de ir al cine, a la matiné del cine del barrio. Ramona, que poca idea tenía entonces de que trataba aquello, se mostró igualmente entusiasmada. Pero Nelson hijo era un escollo; su escasa edad no permitía llevarlo con ellas. Gertrudis ensayó una solución. Adquiría una entrada con asiento numerado para las cuatro películas de la matiné, y asistiría, según su preferencia, a las dos primeras o las dos últimas funciones. Ramona iría a ver el material desechado. Además, según proclamaba aquella esmirriada mujer progresivamente avara, “nos divertimos las dos por el precio de una sola entrada”.
Fue así como en diferentes tardes domingueras Gertrudis y Ramona lloraron copiosa y separadamente ante los infortunios de Libertad Lamarque, Joan Crawford, Bette Davis e incluso Greta Garbo. Los films en castellano eran los predilectos de Ramona, cuyo contacto con el abecedario era bastante esquivo. Mientras una estaba en la sala cinematográfica, la otra daba paseos no demasiado extensos con el triste Nelson hijo.
Una mañana, con la misma opacidad con que había vivido, Gertrudis amaneció muerta. Nunca se supo la causa de su muerte, igualmente, pudo afirmarse que nadie conoció la motivación de su existencia. Nelson padre, Nelson hijo que ya tenía seis años, y Ramona que había inaugurado sus dieciocho años obteniendo la credencial cívica, fueron al Cementerio con fría resignación y de la misma manera volvieron a la casa.
Nelson padre ensayó una explicación para el niño. No logró más que un torpe balbuceo señalando que “la tía Gertrudis no está más, por lo que tu madrina será Ramona”. La vida de la muchacha no experimentó mayores cambios, si bien ahora también debía encargarse de la comida, un rubro del que algo había aprendido de la difunta, siempre empecinada en ingerir los alimentos obtenibles al menor precio.
Los fines de semana Nelson padre continuaba con su religiosa pasión futbolera y Ramona había comenzado a ir a la matiné llevando a Nelson hijo siempre y cuando los films fuesen aptos, cosa bastante frecuente porque los dramas, comedias y melodramas de aquella época no exponían más que de modo muy sesgado las pasiones humanas. Ocasionalmente, cuando las películas que clausuraban la jornada no eran aptas para menores, Ramona se sentaba en las primeras filas del cine, haciendo que la cabeza del niño no asomase ni un centímetro por encima del respaldo, eludiendo el control de un portero que difícilmente avanzara hasta tan cerca de la pantalla.
La habitación de Gertrudis ahora pertenecía a Ramona; Nelson padre y Nelson hijo compartían la que en otro tiempo utilizara solamente el primero. Aquella madrugada de enero el calor se hacía insoportable y Nelson padre, sediento y empapado en traspiración, se dirigió a la cocina en procura de un vaso de agua. El resplandor de un sol que aún no había asomado penetraba por el pozo de aire, única fuente de ventilación e iluminación de la vivienda, y se expandía dando relieve a los muebles y demás objetos de la casa. Al cruzar ante la habitación de Ramona, cuya puerta estaba abierta, vio a la rozagante muchacha dormida, desnuda, apenas cubierta por las sábanas. Sus duros y enormes pechos estaban tentadoramente expuestos, eran visibles unas nalgas generosas y sonrosadas, mientras las fornidas piernas se unían en un espeso triángulo velludo que Nelson miró tragando saliva. Calladamente, el hombre se acostó junto a Ramona, apoyó su pene erecto contra el cálido trasero, y con sus manos estrujó los pechos complacidos. Sin ofrecer resistencia, Ramona se dio vuelta, permitiendo a Nelson padre separar sus piernas y subírsele encima.
Nelson hijo despertaba ocasionalmente por las noches y al percatarse que su padre no estaba junto a él le llamaba. El progenitor abandonaba la cama de Ramona, tranquilizaba al chico diciéndole que estaba conversando con “la madrina” -como llamaba a la mujer cuando se dirigía al niño- y retornaba junto a ella.
Para Nelson hijo aquella mujer era simplemente Ramona, ya fuera cuando se dirigía a ella o bien si la nombraba ante terceros. Y Nelson hijo era para Ramona simplemente “hijo”; no se trataba que lo considerase tal, sino que era la forma utilizada para distinguir a Nelson padre de su pequeño vástago. Era Ramona quien se encargaba de llevar y traer a Nelson hijo a la escuela pública a la que concurría. Tanto las maestras, como las madres de los alumnos creían que Ramona era realmente la madre del chico, y la manera en que aquella lo llamaba afirmó la convicción. Paulatinamente, hasta la gente del vecindario olvidó el verdadero vínculo y vio a aquellos tres personajes como un matrimonio y su único hijo. Nelson hijo jamás preguntó nada ni hizo comentario alguno respecto a la natural vida “conyugal” de su padre y Ramona.
Una semana antes de cumplir los dieciocho años, Nelson hijo se convirtió en huérfano absoluto. Nelson padre fue atropellado por un trolebús. En el velatorio, un compañero de trabajo de su padre le dijo “casi igual que Gaudí”, pero el muchacho no comprendió nada. Pasó algunos meses indagando a que equipo de fútbol pertenecía el tal Gaudí; finalmente se dio por satisfecho cuando alguien dijo “al Barça”.
Ramona era una “viuda” de treinta años que descubrió no tenía derecho a aquella pensión de que le hablaran consoladoras vecinas. Nelson hijo sí tendría derecho a pensión pero por poco tiempo. Así que la mujer optó por emplearse en la panadería del barrio, al tiempo que Nelson hijo obtenía trabajo como mandadero en una casa de artículos eléctricos. Ambos continuaron su rutinaria existencia y compartían gastos. No sabían de mayores disfrutes; sus períodos de asueto: la semana de Carnaval y la de Turismo, no los conducían más allá de la Playa Ramirez o la Rural del Prado. Cuando Nelson hijo cumplió los veinte años, Ramona le propuso irse de vacaciones a Piriápolis, balneario que no conocían y despertaba en ellos similares apetencias a las que Acapulco o Río de Janeiro suscitaban entre las clases adineradas de aquellos incipientes años sesenta. Tomaron un omnibus y al llegar al balneario comenzaron a buscar hotel. Finalmente se decidieron por uno pequeño, limpio y económico aunque no demasiado confortable, ubicado en la calle Sanabria.
A sus veinte años, Nelson hijo aparentaba ser algo mayor, y Ramona, que aún mantenía sonrosadas mejillas y carnes generosas y firmes, aparentaba algo menos de sus treinta y dos. El propietario del hotel supuso se trataba de un matrimonio y les adjudicó una habitación con baño privado y una única y estrecha cama de dos plazas. Cuando penetraron a aquel cuarto nada dijeron. Por la noche se desvistieron por separado, en el baño. Una vez dispuestos a introducirse en la cama, no experimentaron turbación alguna. Reiteraban una habitual situación doméstica: ella en camisón y el en calzoncillos. Nunca habían dormido en la misma habitación y menos en la misma cama, pero con aquellos atuendos se habían visto infinidad de veces, entrando y saliendo del baño o de la cocina, e incluso desayunando.
El hotel no disponía de ningún tipo de ventilación; dejaron la ventana abierta y la cortina descorrida. En plena noche, la luz de la calle iluminaba lo suficiente para que ambos pudieran verse. El calor no los dejaba dormir y, como si el pasado retornara, Ramona vio a Nicolás hijo entregarse a las mismas voluptuosas caricias prodigadas por su padre unos doce años atrás. El muchachón se mostró torpe y apresurado, Ramona lo dejó conducir la situación. En la hora siguiente ella le enseñaba los placeres de las caricias previas, las pausas, y cierta dosis de rudo romanticismo. Aprendió rápidamente.
De regreso a Montevideo, sin necesidad de justificarse, continuaron aquella relación. Ramona pasó al dormitorio de Nelson hijo.
Con cuarenta y dos años, Ramona era una mujer regordeta y llamativa. Los clientes de la panadería solían extasiarse ante su generoso escote por el que brotaban, atractivos y voluminosos, los blancos pechos. Su redondo trasero era remarcado por una túnica bajo la cual se transparentaba una ropa interior demasiado pequeña para semejante físico. A los treinta años, Nelson hijo había reunido un pequeño capital y los conocimientos adquiridos donde trabajaba le permitieron aceptar numerosos encargos para reparar electrodomésticos en las horas libres.
Unos años después, ante lo redituable de aquellas reparaciones y lo exiguo de sus remuneraciones, Nelson hijo y Ramona decidieron abrir un pequeño taller: él se encargaría de los aspectos “técnicos” y ella de la atención al público. Alquilaron un local con vivienda al fondo, en la avenida 8 de Octubre, en la Unión, y emprendieron la nueva etapa. Si bien es cierto que ninguno aparentaba la edad que tenía, cuando el contaba con cuarenta años y ella con cincuenta y dos, era bastante difícil suponer que se trataba de una pareja. Con la misma errónea certeza manejada años atrás por el hotelero de Piriápolis que los imaginó cónyuges, el propietario de su nueva vivienda taller dio por descontado que se trataba de hermanos. Dicho y hecho, proclamó en el vecindario que había alquilado el local a un electricista y su hermana.
La clientela, bastante prolífica, se dirigía a Nelson hijo diciéndole “su hermana”, cuando se referían a Ramona, y viceversa. El frío trato que públicamente se dispensaba la pareja fomentó aquella idea. Ellos, acostumbrados a los equívocos y las suposiciones que signaron su existencia, no se preocuparon por desmentirlo. Puertas adentro nada cambiaba.
El no aceptar con los vecinos otro trato que no fuera el rigurosamente comercial despertó sospechas y animosidades. En aquella zona eran frecuentes las visitas, los pedidos en préstamo de una taza de arroz, azúcar o harina, o bien el asado compartido para Navidad o Fin de Año. Ramona y Nelson hijo se marginaban de la impuesta sociabilidad barrial.
Una tarde de verano, una de las vecinas y clientas adujo un malestar pasajero, vaya a saberse si real o fingido, pidiendo pasar momentáneamente al baño. Antes que Ramona o Nelson hijo pudieran pronunciar palabra, la mujer se lanzaba tras el mostrador, hacia la zona donde se ubicaba la vivienda. Una vez allí pudo atisbar que en el único dormitorio de la casa existía solamente una cama conyugal. Al día siguiente los vecinos comenzaron a mirar con notorio desprecio a la pareja, y hasta en lo posible rehuyeron sus servicios comerciales, pues “son hermanos y duermen juntos”.
En ese año, entre muchos otros, se estrenaron los films: “La familia”, de Ettore Scola, “Nueve semanas y media” de Adrian Lyne, “Mi bellia lavandería” de Stephen Frears, “La muchacha de las bragas de oro”, de Vicente Aranda, y “La decadencia del imperio americano” de Denys Arcand . Ramona no se enteró de liberalidades, modificaciones de la moral y otros cambios de hábito que el cine se encargó de publicitar. En las tardes de domingo recordaba con nostalgia aquellas matinés compartidas con Gertrudis, mucha lágrima y Libertad Lamarque.


9.- Hotel Palimpsesto

En los años veinte aquél había sido un edificio de lujo de la zona céntrica de la ciudad. En cinco plantas se desarrollaban otros tantos departamentos que albergaron a familias de posición bastante más que acomodada. El primer propietario del inmueble fue un tal Balzaquín, hombre de modestos recursos, afianzado económicamente gracias a su amorío con una mujer mayor que él, una europea apellidada Janska, que le protegiera ampliamente. Los nuevos hábitos impuestos por los centros comerciales -los llamados Shopping Center- dejaron al otrora orgulloso inmueble en medio de la degradación urbana. Acompasándose a esas modificaciones se opacaron los dorados que decoraban los corredores, mientras el lapislázuli del amplio hall de entrada cedió su lugar a una cerámica vidriada de segunda categoría. Las familias de la alta sociedad, ni las que no lo eran, ya no habitaban allí. Los departamentos de múltiples habitaciones devinieron en escritorios comerciales y profesionales, y en oficinas de diversa índole, incluida una dependencia pública. La excepción se situaba en el quinto piso, donde existía lo que su propietaria, la señora Vázquez, denominaba “el Hotel Residencial Palimpsesto”.
El presunto hotel en realidad era una modesta pensión. Solamente dos habitaciones poseían ventana a la calle y también sobre la fachada se hallaba la “recepción”. Esta era el primitivo salón comedor del departamento, donde ahora la señora Vázquez realizaba tareas como modista y principalmente costurera, encima de una enorme y vetusta mesa de caoba que a la vez oficiaba de “mostrador” para atención de los huéspedes. La pensión contaba con aquellos tres ambientes “privilegiados” y casi una veintena de habitaciones agrupadas a los costados de un largo corredor que conducía a la cocina, lugar donde solamente la propietaria podía elaborar alimentos. Los demás habitantes de la casa estaban autorizados únicamente a calentar un té o un café, agua para el mate y, en las noches de invierno, para las muy necesarias bolsas de agua caliente.
Al fondo del corredor se hallaban un par de diminutos habitáculos, las otrora llamadas “piezas de servicio”, ahora albergue de los útiles de limpieza y algunos otros enseres a los que tenían acceso las limpiadoras de la pensión, figuras de presencia no demasiado asidua. Todas las puertas, de roble antaño lustroso, habían sido cubiertas por gruesas y sucesivas capas de pintura de la peor calidad. Existían dos baños: el “grande” y el “normal”, según la terminología manejada por la propietaria. El “grande” era un baño completo, de desmedidas proporciones que obligaban a dar largos pasos para dirigirse desde el lavabo hasta la bañera o el inodoro, y viceversa. Los artefactos rajados y las gimientes canillas ferruginosas pregonaban su lastimosa decadencia. El otro baño, el “normal”, era el antiguamente destinado al personal de servicio: un recinto minúsculo con apenas un lavabo, un retrete, y ducha agregada en tiempos más recientes.
Por las mañanas, los huéspedes ataviados con piyamas o saltos de cama, se cruzaban en su trajinar desde las habitaciones a los baños, portando bacinillas pudorosamente cubiertas con algún diario viejo o arrugada revista, ocultando sin disimulo orines y otros desechos fisiológicos de la noche anterior. La señora Vázquez pregonaba las bondades de aquel lugar de muy inciertos atractivos subrayando la existencia de lo que denominaba el “solarium”. Un patio cerrado, ubicado al fondo del departamento, tras la cocina, donde las paredes vidriadas y una claraboya cuya estructura metálica era tan endeble como los marcos de las ventanas, dejaban entrar la luz y muy difícilmente el sol, perpetuamente eclipsado por altos edificios linderos.
“El hotel no posee restaurante, pero en la planta baja del edificio existe uno muy bueno y de accesibles precios”, acotaba la señora Vázquez, manteniendo la coherencia de sus exageraciones. Había transformado en “recomendado restaurante” a un poco higiénico bar. Comercio estratégicamente ubicado en una esquina que facilitaba el consumo de milanesas curvadas por sucesivos recalentamientos, tortillas con sabor a aceite rancio, y las habituales “especialidades” que no superaban los tallarines con tuco enlatado, albóndigas sintetizadoras de las comidas de la semana anterior, y espesos guisos generosos en colesterol, plato recomendado los días jueves y domingo. Los postres dependían de las existencias de cajitas con productos instantáneos.
Aquel bar, rebosante de telarañas y cucarachas que circulaban entre las pegajosas mesas y sillas, solía albergar a los solitarios huéspedes del hotel. Estos se sentaban en grupos de dos a cinco personas, o bien solitariamente, procurando preservar la misma reserva o familiaridad exhibida dentro de la pensión.
La señora Vázquez fue quien bautizara al lugar con el nombre de Hotel “Palimpsesto”. El término le había sugerido ideas muy diferentes a las de su real significado. Lo había escuchado en una conferencia ofrecida en la Biblioteca Nacional, institución a la que acudiera para evitar las inclemencias de una tarde lluviosa. Sus intereses culturales no sobrepasaban las revistas sensacionalistas y el diccionario no estaba entre ellas.
La clientela de la pensión era social y culturalmente heterogénea, teniendo como denominador común los menguados recursos económicos. Unica razón para alojarse en semejante lugar.
El huésped más antiguo era el señor Goriot -el “viejo” como le llamaban mozos y habitués del bar- hombre de avanzada tercera edad que gustaba proclamarse francés; aunque en realidad quienes poseyeron esa nacionalidad habían sido sus antepasados, inmigrantes de fines del siglo XIX. Goriot alardeaba de su pasado como próspero propietario de cine, en la época en que ese era todavía un buen negocio. Luego de jubilarse, invirtió sus ahorros en depósitos a plazo fijo, en el Banco República; mediana cantidad de dinero vertiginosamente reducida a causa de préstamos nunca recuperados, efectuados a un par de hijas ya adultas. El anciano se enorgullecía de la alta posición social de aquellas dos atractivas mujeres, casadas con hombres mayores que ellas y abundante fortuna. El único motivo por el cual las hermanas visitaban a su padre era la urgente necesidad de algún dinero cuyo destino preferían ocultar a sus cónyuges. Una de ellas, Delfina, durante aquellas fugaces visitas, coqueteaba con Eugenio Rodríguez, joven huésped del hotel, proveniente del departamento de Lavalleja, llegado a Montevideo con el propósito de trabajar para solventar indefinidos estudios. Eugenio no estudiaba seriamente sino que era un desganado concurrente a diversos cursos de la Facultad de Humanidades. Sus escuálidos ingresos provenían de ocasionales partidas de póker compartidas con ancianos coterráneos a los que escuchaba molesto cuando, en medio de un proustiano anecdotario del terruño natal, evocaban al desaparecido café Oriental, la confitería Irisarri y al cine Doré “en tiempos en que aún era una amplia sala”. En aquellas reuniones Eugenio se cuidaba de no traslucir el desdén que le inspiraban sus contertulios, varios de ellos antiguos amigos de su padre. El ambicioso Eugenio descubrió rápidamente la encendida pasión, no despojada de cierto maternalismo, que su figura desgarbada producía en las mujeres. En esos días sus admiradoras integraban un amplio espectro que iba de la timorata Valentina, una desgraciada muchacha, vendedora ambulante, que vivía con su tía en la pensión, a la desdeñosa y soberbia hija de Goriot: Delfina Goriot de Nuñez Iraola
El polifacético conglomerado de huéspedes se completaba con una pintoresca galería humana: varias jóvenes mujeres, “estudiantes” cuya presencia apenas se materializaba, pues dormían durante el día y al atardecer desaparecían para “asistir” a ígnotos cursos; el señor Botrén, de gastadas ropas y permanente olor a traspiración, cuyos rumoreados antecedentes como informante de la policía le llevaban a aislarse y ser aislado por los demás; dos solteronas jubiladas, Evangelina y Concepción, y otros individuos de paso a los que la señora Vázquez recibía esgrimiendo la mejor de sus sonrisas; eran ellos quienes abonaban mayor precio por estadías de menos de una semana.
Se regocijaba la señora Vázquez ante cierto dominio ejercido sobre los “pasajeros estables”, de cuya vida y milagros se enteraba por su inoculta vocación de “discreta confesora”, o por las habladurías de los demás huéspedes; chismes depositados junto con las llaves de sus aposentos ante la mesa de caoba de la “recepción”. No toleraba aquella enjuta propietaria que sus clientes “estables” la abandonasen, denostando malévolamente a quines lo hicieran, sin importarle la causa de los censurados alejamientos. Una de las primeras víctimas de sus diatribas había sido, años atrás, la hasta entonces bien mirada “señorita Gertrudis”, una seca mujer que “se marchó de mi confortable establecimiento residencial por avara, para evitar el pago de un alquiler abonado invariablemente con quince días de atraso, para instalarse en el incómodo departamento de su hermano recientemente viudo, al que seguramente obligó a mantenerla”.
Evangelina y Concepción formaban una especie de mundo aparte dentro de aquel particular microcosmos. Se trataban con todo el mundo pero sin llegar a la complicidad existente entre ambas. Aunque sabían que los huéspedes conocían sus vidas al dedillo, actuaban como si nadie supiese nada al respecto. Evangelina, maestra jubilada, recibía quincenalmente a su primo del interior; en realidad un viejo amante que dada su condición de agente viajero recalaba en la capital por razones de trabajo. Con aquellas “visitas” ahorraba alojamiento y comida, los que eran de cargo de la ex maestra. El hombre además obtenía una dosis de sexo practicado en silencio y sin demasiada higiene. Conducta impuesta por aquellos habitáculos: mal iluminados recintos con paredes divisorias conformadas por un tabique de madera compensada; redituable solución arquitectónica transformadora de un antiguo y amplio dormitorio en dos piezas cuyo mayor lujo, cuando existía, no sobrepasaba la sórdida presencia de un agrietado lavabo con exclusiva canilla de agua fría. Concepción había sido la niña mimada de una familia originalmente acomodada, compuesta por un padre casado tres veces y varios hermanos varones. Grupo de hombres que la convencieron de su incapacidad para actuar independientemente, tratándola como una criatura absolutamente indefensa desde el día de su nacimiento hasta su muerte. Vivía de la jubilación proporcionada por un empleo público. En una oscura oficina, durante décadas, empaquetó las hojas de viejos legajos prontos para engrosar inservibles archivos. Y sentíase una eficaz ama de casa cuando con un desvencijado calentador oculto tras amplios ficheros, preparaba el té para todos sus compañeros de tareas. Disimulaba su soledad y frustración con permanentes referencias a la belleza de su juventud y a los jóvenes admiradores que tomaban el tranvía para contemplarla, mientras ella, vanidosamente, desde el balcón de su casa, ostentaba un real atractivo que jamás disfrutaría hombre alguno. En los tiempos de bonanza de la infancia, Concepción había vivido en una amplia casona en la zona del Parque Rodó. Sus planes para un incierto futuro, secretamente confiados a su amiga Evangelina, subrayaban el propósito de transcurrir una vejez que ya era presente en algún hotel próximo al añorado parque de la niñez.
En el ámbito cinematográfico aún subsistían empleados con los que Goriot tuviera contacto en sus lejanos años de hombre medianamente importante en el negocio. Ocasionalmente se compadecían de la actual decadencia del anciano, obsequiándole entradas. En las salas oscuras, Goriot se entregaba a la silenciosa evocación de sus años de empresario, dispensando escasa atención a films que se le hacían progresivamente ininteligibles. Aquella noche retornó a la pensión más confundido que nunca. “Fui a ver “Amores perros”, un film mexicano”, se quejó, “todo un absurdo sin canciones románticas, ni mariachis, ni mujeres tipo María Felix, y para colmo –continuó desencantado- el operador se equivocó con los cambios de rollo, pues los sucesos del comienzo del film volvían a aparecer al final”. Su desasosiego había comenzado en los instantes previos a su ubicación en la platea. No acostumbrado a los multicines y desatento a las indicaciones del portero, ingresó a varias salas equivocadas y hubo de pedir ayuda para hallar la correcta. Ya dispuesto a acostarse, Goriot se cruzó con Eugenio, quien ante el rostro demacrado del anciano decidió acompañarlo a su habitación. Diez minutos más tarde y antes que pudieran llamar a la emergencia médica, en medio de un agudo ronquido, fallecía Goriot. Eugenio no pudo comunicarse con sus hijas, de viaje por el extranjero. Al día siguiente, el estudiante minuano y unos pocos huéspedes más acompañaron el rústico féretro hasta el Cementerio del Norte, donde fue sepultado en uno de aquellos tubos de hormigón conocidos con el nombre de “tubulares”, recintos potenciadores de la ya degradante muerte. A la salida del cementerio Eugenio optó por caminar solo y sin rumbo fijo. Cuando se detuvo estaba en lo alto del Cerrito de la Victoria, desde allí miró desafiante a la ciudad que se extendía a sus pies. Se propuso ser un triunfador. Pocos meses después abandonó la pensión, se convirtió en el más reciente amante de Delfina Goriot y gozaba junto a ella de las playas de Punta del Este.
Aquello fue el prólogo al desmantelamiento humano y material de la pensión. Botrén murió en un accidente automovilístico, aunque se asegura que se trató de un ajuste de cuentas entre malvivientes. Valentina y su tía marcharon en busca de una pensión menos onerosa que resultó ser un conventillo de la Ciudad Vieja. Las “estudiantes” partieron hacia Italia, con la promesa de una redituable carrera. Evangelina fue trasladada con una grave enfermedad a su ciudad natal, donde murió poco después. Concepción, aquejada por una ceguera parcial, fue internada por sus sobrinos en un hogar de ancianos, irónicamente en la zona del Parque Rodó, desapareciendo en el delirio de su demencia senil. La señora Vázquez acabó sus días en el asilo estatal de ancianos donde Alberto, un viejo camarógrafo de TV allí internado, la incluía en sus imposibles sueños cinematográficos. El edificio fue demolido y en su lugar se anunció la construcción de una moderna torre para “escritorios, consultorios y pequeña vivienda”. El proyecto quedó inconcluso cuando uno de los empresarios se fugó con los fondos de los promitentes compradores. La estructura de hormigón fue utilizada como estacionamiento de automóviles. En la fachada puede verse un cartel donde se lee: “Parking Palimpsesto: por hora, por día, por mes.”


10.- Alegrías

Francisco vivió prácticamente toda su vida en el mismo barrio de la ciudad. Cuando contaba dos o tres años de edad sus padres se instalaron en un modesto departamento ubicado cerca de la cervecería “La Alegría”. El establecimiento se encontraba en una zona que podía definirse como el patio trasero del por entonces aristocrático y católico Pocitos; sobre la Avenida Brasil, en la intersección con una calle de gracioso nombre: Coronel Alegre, unos doscientos metros antes que la avenida de caprichoso trazado se quebrase en dirección a las arenas de la playa, donde moría. A Francisco le sorprendía la historia de aquella arteria por la que transitaban los tranvías que lo conducían a la escuela; la avenida había sido concebida según los deseos de un presidente de principios de siglo, para facilitar el acceso a su palacete.
Actualmente, Francisco, convertido en próspero comerciante, habita junto a su esposa en un lujoso departamento de esa misma zona, a escasos metros del Colegio Alemán. Nostálgico empedernido, cada vez que circula por su barrio levanta la vista y de sus ojos desaparecen las altas construcciones de geométricas fachadas, materializándose, difusas, incoloras, las viviendas y sitios de un pasado que procura llevar tan atrás como le permite su memoria. En uno de esos imaginarios viajes retrospectivos contempló a la desaparecida cervecería, con su espaciosa área al aire libre salpicada de redondas mesas de latón orladas por sillas plegables de madera, invariablemente ocupadas por ávidos bebedores de cerveza entre los que se encontraban sus padres y su hermano mayor.
Ya en su adolescencia, cuando la cervecería había dado paso a un edificio de lujosos apartamentos, Francisco dejaba vagar su imaginación con otros aportes históricos de endeble veracidad que le trasmitieron amigos del barrio. Según ellos, en tiempos de la segunda guerra mundial, en la cervecería a se reunían numerosos elementos pronazis, incluyendo a los miembros de una poderosa y antigua familia germana de la zona, propietaria de una casa quinta cuyo terreno había dividido la avenida.
Por motivos que nadie supo nunca precisar y al parecer tampoco despertaron mayor interés, a lo largo de los cuatrocientos metros de la calle Coronel Alegre y en los tramos inmediatos de las cuatro arterias que la atravesaban, se fueron instalando numerosos inmigrantes europeos de origen judío, gentes llegadas a medida que el nazismo avanzaba en el viejo mundo e inmediatamente después de la guerra. Era un fenómeno extraño, pues la colectividad judía se había asentado en otras zonas de la ciudad y Pocitos, aunque fuese en una de sus áreas de clase media y media baja, aún no albergaba masivamente a los judíos que hoy proliferan en las zonas más costosas del antiguo reducto del cura Tamburini y sus acólitos.
Francisco no se percataba de la existencia de vecinos “distintos”, pues entre los cristianos “nativos” y los “judíos” existía una buena relación plasmada en vínculos amistosos e incluso en recetas de cocina intercambiadas por amas de casa de cada uno de esos nucleamientos. Grupos cuya divergencia estribaba esencialmente en aspectos culturales, y minoritariamente en discrepancias religiosas rara vez proclamadas. No obstante, las identidades eran celosamente preservadas, no siendo habituales las relaciones domiciliarias entre unos y otros.
Los comercios del peculiar enclave, a los que Francisco recordaba perfectamente por haber sido asiduo concurrente durante su niñez, pertenecían en buena parte a los judíos; aunque había notorias excepciones, como la hojalatería, la farmacia que inaugurara un pulcro sanducero y la panadería del gallego Castelo. Markiewicz, un polaco solitario y triste, cuya familia había perecido en un campo de exterminio, era propietario del almacén, diminuto centro social en tiempos en que aún no se avizoraban los supermercados. La pequeña mercería pertenecía a Hannelore, o Ana, según la llamaban los vecinos “criollos” –uruguayos de segunda o tercera generación, descendientes de españoles e italianos- simplificadores del nombre de la mujer e incapaces de pronunciar un apellido donde las consonantes se agrupaban incansablemente. La delgada Hannelore, de tristes y profundos ojos claros, acentuó su soledad luego de la muerte de Victor, su hermano menor, minusválido mental y físicamente a causa de heridas de guerra. Sus otros familiares, incluidos esposo e hijos, habían quedado reducidos a las ajadas imágenes de una fotografía que siempre llevaba consigo. Todas las tardes, una vez cerrado su negocio, Hannelore se instalaba a conversar en el almacén de Markiewicz a quien había echado el ojo. La verdulería era de europeos no judíos: el prusiano Helmuth y su esposa, una intratable y autoritaria potruguesa. Algunos de aquellos judíos no miraban con buenos ojos a la pareja de verduleros, acaso por reales o presuntos antecedentes políticos que los ubicaban entre sus implacables perseguidores. La pequeña y bien surtida papelería y juguetería era del matrimonio Kanminster, cuyo hijo se haría famoso años después en el área de las artes plásticas. A setecientos metros escasos de la casa de Francisco, junto a la escuela pública a la que asistía, estaba el hotel de la señora Lilienthal, madre de Peter, más tarde cineísta en la Alemania de la guerra fría.
Desde hace un par de años, Francisco se reúne periódicamente en su casa con Raúl, de profesión contador, que fuera su vecino y amigo predilecto de la infancia. Gustan compartir lejanos recuerdos comunes. No faltan en sus encuentros las anécdotas acerca de las funciones cinematográficas del colegio de curas al que asistía Arturo -amigo común de ambos-, disfrutadas igualmente por ellos, que entraban subrepticiamente, por una puerta lateral, eludiendo a celosos guardianes de negra sotana, devotos cultores de la venta de entradas. La lujuria adolescente de los amigos parecía revivir ante el nombre de Erika, aquella muchachita rubia de onduladas formas, que creció junto a una madre y dos hermanas pendientes del arribo de los buques con sobrevivientes del holocausto, navíos en cuya lista de pasajeros debía figurar un padre que nunca llegó.
Entre aquellos “extranjeros” –término excluyente de “tanos” y “gallegos”, denominación genérica para todo hispano- existían subterráneas rispideces, generadoras a su vez de pequeños círculos cerrados dentro del “ghetto”. Así, el matrimonio belga propietario de una pequeña fábrica de artículos de cuero instalada en la pieza mayor de su vivienda, mantenía amistad solamente con unos parisinos no demasiado comunicativos, y con el señor Max, presuntamente alemán o austríaco, solitario e introvertido habitante de una habitación subalquilada en el departamento de una pareja de apellido Vertinsky, de los que se decía no conocían una sola palabra de castellano. La madre de Francisco sostenía que todos ellos habían sido miembros de una célula clandestina del partido comunista, colaboradora del “maquis” francés, tema sistemáticamente desviado por el padre del muchacho, especialmente en aquellos años donde los ecos de la caza de brujas en los EE.UU. eran asunto controversial.
Varios de aquellos judíos inmigrantes poseían título universitario. Y ante la imposibilidad de revalidar sus estudios por carecer de la debida documentación de origen y otras razones burocráticas, se dedicaban a tareas ajenas a su especialidad. Pero unos pocos, como los doctores Solchenberg y Käutner, ejercieron ilegalmente. Solchenberg y Käutner cobraban bastante menos que los médicos legalmente habilitados y tenían conocimientos tan válidos como aquellos, además dominaban varias lenguas de la Europa del este, facilitando el contacto con pacientes que apenas balbuceaban algunas palabras en castellano o tenían dificultad para comunicarse en ese idioma.
El pasado reciente había dotado de particulares y siniestras connotaciones a algunos sonidos generalmente inocuos. Aquellos inmigrantes eran presa de desasosiego si por la noche escuchaban la campanilla del timbre o la mano cerrada estrellándose contra la puerta de calle. Los únicos capaces de no sobresaltarse ante las sonoras evocaciones eran Solchenberg y Käutner, habituados, por razones laborales, a ser interrumpidos durante sus horas de sueño. Frecuentemente les reclamaban por la noche, o en la madrugada, para atender una fiebre, malestares mas graves u otras razones de salud.
La calle coronel Alegre fue testimonio de algunos hechos felices, como el casamiento entre el polaco Markiewicz y Hannelore, quienes no perdieron la tristeza pero se consolaron con el nacimiento de una hija: Rebecca, que llegaría a ser una hermosa mujer. Cuando Rebecca era adolescente, en el cine del barrio se proyectó el film de Hitchcock, “Rebecca, una mujer inolvidable”. El título de aquella película fue divertidamente adoptado por los precoces admiradores de la chica que eran numerosos. Muchos de los juveniles cortejadores no se resignaban al acatamiento que la muchacha hacía de las indicaciones de sus progenitores: no aceptar ningún posible novio fuera de su religión.
El padre de Francisco, un hombre culto, callado y extremadamente reservado, escuchó en silencio las últimas novedades del vecindario comentadas por su mujer. En un par de semanas, y a escasos cien metros de distancia, tuvieron lugar dos suicidios en aquella calle: el de un marino de torturada existencia, y el de una profesora de liceo cuya neurosis era vista como rasgo divertido y exótico por los vecinos. Fue entonces cuando aquel hombre de parcos modales dijo: “esta es “La calle sin alegría”, poniendo en práctica un juego de estricto consumo personal, consistente en introducir en sus conversaciones el título de aquellos films que lo habían impactado en su juventud. Y esta vez la evocación había sido para una consagrada realización de G.W. Pabst, director que admiraba si bien le ofrecían reparos algunas de sus pasadas actitudes políticas.
Tampoco hubo alegría en la calle aquella noche en que el doctor Käutner fue llamado apresuradamente, para atender al almacenero Markiewicz -paciente habitual de Solchenberg- víctima de uno de sus cada vez más frecuentes espasmos bronquiales. Sin proponérselo expresamente, aquellos médicos poseían clientelas definidas, procurando no interferir entre sí, a excepción de casos de extrema gravedad y en ausencia de uno de ellos, como acontecía en la ocasión.
Käutner penetró en la habitación donde Markiewicz jadeaba en procura de un aire que no llegaba a sus pulmones. El médico tomó asiento en una pequeña silla, junto al enfermo. Con voz calma le solicitó abriera los ojos y manifestara sus síntomas. Los rostros de médico y paciente quedaron a escasos centímetros uno de otro, iluminados por una pequeña lámpara ubicada junto a la cama. Sus miradas parecieron unirse por una línea invisible. El almacenero polaco, con notoria desesperación, sacudiendo sus brazos extendidos hacia el médico, convulsionado, procuró hablar una y otra vez. De su garganta solamente brotaron palabras ininteligibles. Con celeridad, poniendo en práctica su frío profesionalismo, Käutner abrió el maletín extrayendo una aguja hipodérmica; de inmediato aplicó una inyección intravenosa a aquel ser gimiente. Girando rápidamente la cabeza, dijo a la esposa e hija del enfermo: “esto le calmará, hará efecto de inmediato”. Las mujeres abrigaron fugaces esperanzas; unos segundos después lloraban su muerte. Antes de expirar, Markiewicz miró a sus familiares, lanzó un grito aterrador, procuró incorporarse, quiso apoyarse sobre el médico, y finalmente se desplomó. El cuerpo quedó parcialmente encima de la cama; de la cintura hacia arriba caía sobre el piso.
Al iniciarse el tercer milenio, Francisco y Raúl volvieron a reunirse en casa del primero, esta vez también se hallaba Arturo, que era médico. Hicieron algunas bromas acerca de las discrepancias entre Francisco y sus dos amigos respecto al calendario y continuaron desenterrando recuerdos. A medianoche, una vez que los visitantes se retiraran, Francisco extrajo de un enorme ropero la caja de cartón donde dormían amarillentas fotos, recortes de diarios y algunas viejas libretas: esos añosos papeles eran parte de la “herencia” dejada por su padre.
Llevó la caja hasta su escritorio donde la moderna computadora generaba un agudo contraste con esas vetusteces desordenadamente esparcidas. Aquellas libretas jamás habían salido de las manos del padre de Francisco y desde su muerte nadie las había tocado. Francisco, sin mayor curiosidad, a lo largo de los años, había supuesto que se trataba anotaciones de índole profesional. Mientras sorbía un generoso trago de whisky, abrió una las libretas, aquella en cuyo grueso lomo se leía “Años 50”. Era un diario personal. Estaba escrito en alemán, idioma que, a instancias de su familia, Francisco había perfeccionado. Un ancestral reflejo de sus ya olvidadas lecturas en hebreo, le llevaron a abrir la libreta en lo que para un “gentil” era la última página. Súbitamente su rostro adquirió el color de la cera, traspiró, las piernas no le respondieron cuando intentó levantarse de la silla, y las lágrimas escaparon de sus ojos. El diario se cerraba con la frase: “Desde ahora no escribiré más”. Unas líneas más arriba, el autor confesaba lo ocurrido aquella noche de invierno, cuando percatándose que Markiewicz le había reconocido como el médico nazi encargado de brutales experimentos en el campo de concentración, decidió silenciar al desgraciado polaco con una inyección letal, “menos dolorosa que las aplicadas décadas atrás” según aclarara el texto escrito con tinta azul y firme trazo.
Francisco, como familiarmente llamaban a Franz Käutner, se dirigió al dormitorio, contempló a su esposa Rebecca durmiendo, e infructuosamente procuró la calma necesaria para sobrevivir con aquel secreto. Al mediodía siguiente, con inexpresivo semblante, marchó a buscar a sus nietos al colegio hebreo cercano. Esa noche, los diarios de su padre fueron devorados por el fuego de una hoguera encendida en plena calle: en la esquina donde funcionara la vieja cervecería “La alegría”. Francisco, sentado sobre un murete próximo, bebía su enésima lata de cerveza.


11.- Miedo

Era una mujer cincuentona, pero aún la asaltaba aquella angustiosa sensación de desamparo vivida cuando era una niña de diez años. Se recordaba en aquel tiempo en que aún no era Marta sino Martita, sola, en medio de la calle, rodeada por una multitud. Su madre levantando a su padre caído en medio del pavimento, el sonido de la ambulancia y del auto policial, y una mano que la conducía hacia algún sitio. Ella se dejó llevar dócilmente. No sabía con quien se marchaba, pero le apretó fuertemente la mano y guardó silencio. No recuerda como fue, pero a los pocos minutos estaba en casa, con sus abuelos. Poco después, en un lapso de tiempo que jamás pudo precisar, vio llegar a su madre acompañada por otras personas. A ella la condujeron a su dormitorio. Allí, con palabras entrecortadas, la madre, llorosa, le comunicó la muerte del padre.
Mateo, que así se llamaba el muerto, había sentido una aguda puntada en el pecho unos días antes. Concurrió a un par de médicos, incluido un especialista, y tras diversos exámenes le restaron importancia al malestar indicándole que continuara disfrutando de la vida. Desde hacía unos meses Mateo era el feliz propietario de un Ford Prefect, esos automóviles que por los años cincuenta constituían el vehículo de una clase media con ciertos recursos, permitiendo a sus poseedores acrecentar su “status” social.
La euforia provocada por aquella “garantía” que le había dado la ciencia médica acentuó la habitual alegría del hombre. El sábado por la tarde descubrió que una sala cinematográfica reponía una de las comedias que más lo habían entusiasmado en su juventud y pensó que Martita disfrutaría con la misma. De regreso al hogar, luego de haber asistido al cine, al atardecer, en esa hora en que la luz natural y la luz artificial adquieren similar intensidad despojando a las calles de volúmenes y colores, el automóvil en que viajaban Mateo, su esposa y su hija, sufrió una pequeña e insignificante colisión. Uno de esos encontronazos inexplicables, ocurridos cuando varios vehículos avanzan penosamente, a muy escasa velocidad. La madre de Martita, con gesto veloz e instintivo, miró hacia el asiento trasero, donde se encontraba su hija, y luego intentó dirigirse a su marido. La pequeña no había sufrido golpe alguno, incluso ni se había percatado del incidente. Mateo no se encontraba en su asiento; la puerta del automóvil estaba abierta y el hombre caído sobre el pavimento. Algunos supusieron que su muerte se había producido al golpear la cabeza contra el asfalto; otros construyeron la hipótesis de un ataque cardíaco en definitiva provocador de la colisión y una posterior caída del conductor ya muerto al abrirse la puerta.
A pesar de su corta edad, en Martita quedó grabado aquel dictamen médico probablemente erróneo. Pero también la atemorizó el carácter misteriosamente profético de la comedia cinematográfica con la cual disfrutó tanto como su padre había supuesto. Se trataba de “Fantasmas bohemios”, una humorada donde Cary Grant y Constance Bennett interpretan a un matrimonio que muere en un accidente automovilístico, retornando a la vida como dos traviesos fantasmas. Cada vez que asistía al cine, Martita se empecinaba en hallar signos premonitorios y luego comparaba cuanto le acontecía con los sucesos vistos previamente en la pantalla.
La prematura desaparición de su padre, a la que en pocos años siguió la de sus abuelos, generó en la niña ya adolescente una inevitable actitud escapista y temerosa.. Cierta tarde en que se dirigía al liceo, observó que el viejo automóvil familiar, ahora conducido exclusivamente por su madre, se hallaba en la esquina de su casa, volcado, con las ruedas hacia arriba. Sin exhibir signos de alarma, Martita pasó junto al vehículo, dejando la sensación de no prestar atención a la vecina solícita que indicaba “a tu madre no le ha pasado nada, pero la llevaron al sanatorio para someterla a una revisación”. “Bueno”, dijo Martita prosiguiendo su ruta. En clase no comentó el incidente con sus amigas y compañeros. Nuevamente en su casa, dijo a la madre “me enteré que no fue nada”, y jamás volvió a referirse al percance del que tampoco pidió detalles.
El examen médico anual a que eran sometidos todos los estudiantes del liceo constituía motivo de angustia permanentemente renovada para la juvenil Marta. Los resultados “normales” siempre le traían a la memoria el dictamen recibido por su padre poco antes de morir “de un ataque al corazón”, según respondía toda vez que le interrogaban acerca del deceso de su progenitor. La muerte era un fantasma silencioso rondando la mente de Marta. Por las noches la asaltaba la angustia acerca de cómo sería su existencia el día en que su madre faltara. O acaso invertía los roles e imaginaba la soledad de su madre si la que falleciera primero fuese ella.
Buena estudiante, era una muchacha desesperadamente insegura. A la edad del amor y los novios, fueron varios los muchachos que se sucedieron. Ella los abandonaba uno tras otro. Jamás se atrevía a confesarlo, pero asumía esa actitud ante el temor de perderlos porque no la amasen sinceramente o porque “algo les ocurriera”.
A comienzos de los sesenta, ya veinteañera, Marta creía dominar sus temores, angustias y miedos superpuestos, pero en realidad solamente los había incorporado a su personalidad. Necesitaba que los médicos confirmasen su buena salud, pero a su vez temía el posible error de todo diagnóstico. Entre sus amigas y amigos había varios estudiantes de medicina a los que abrumaba con sus interrogantes. Y cuando no los atosigaba a preguntas se angustiaba por “la forma en que me miran”, suponiendo que aquellos proyectos de galeno veían en ella los síntomas de males incurables. Su mejor amiga, Lucía, nunca pudo suponer que el alejamiento de Marta se había producido a causa de ser una aventajada estudiante de medicina caracterizada por su precoz “ojo clínico”. Para Marta todo encuentro entre ambas equivalía a un siniestro pronóstico.
Aquel sábado por la noche Marta y un grupo de amigos y amigas fueron a ver “Cleo de 5 a 7”, publicitado film de Agnés Varda, realizadora cinematográfica de la por entonces muy en boga “Nouvelle Vague”. Marta concurrió sin informarse previamente sobre aquella historia protagonizada por una Corinne Marchand a la que las fotografías mostraban columpiándose alegremente en el interior de una blanca habitación. Las dos horas, ese 5 a 7 a que se refería el título de la película, correspondían al tiempo transcurrido entre el ingreso de la protagonista a un consultorio médico y el instante en que le darán el resultado de un análisis acerca de posible mal incurable. Marta quedó rígida en la butaca del cine, sus manos se apretaron contra los posabrazos y rompió una de sus uñas clavándola contra la madera. Sin decir palabra, salió corriendo del cine a poco de iniciada la proyección. Sus amigos recibirían, al día siguiente, una excusa que nadie creyó. Eran todos demasiado jóvenes para efectuar indagaciones al respecto.
Marta era una mujer independiente. Nunca se había casado, vivía “confortablemente sola”, según sus propias palabras, y gustaba no atarse a las normas sociales que impone la amistad. Esas peculiaridades le habían convertido en lo que para muchos era “una persona difícil”, pero de disfrutable trato.
Un problema ginecológico menor, la obligaba a controles semestrales. La proximidad de cada una de aquellas citas con el médico la alteraba. Eludía las consultas médicas los días lunes, pues sabía que en ese caso permanecería encerrada, acaso en cama, sin poder leer ni mirar televisión, durante todo el fin de semana. Su compañía sería, excluyentemente, un buen vaso de whisky o algún tranquilizante.
Arturo, el médico que la atendía, conocía sus perpetuos temores y en lo posible evitaba a la mujer todo análisis o estudio, sometiéndola únicamente a aquellas pericias realmente imprescindibles. Una vez que salía del consultorio con las palabras “todo normal” resonando en sus oídos, Marta revivía. Pero el efecto de las palabras tranquilizadoras era cada vez más breve, pues en su horizonte, siempre negro, vislumbraba la fecha de la próxima cita con el médico.
Una tarde Marta enfrentó la frase tan temida: “esta todo bien –dijo el ginecólogo- pero para mayor tranquilidad me gustaría efectuarte un estudio”. Marta palideció, quiso disimular su tambaleo percibido de inmediato por el profesional quien, sonriendo, agregó: “tranquilizate, te lo hacés ahora mismo, aquí en la clínica, y en dos horas te doy el resultado; date una vuelta o andá al cine y cuando querés acordar ya despejaste tus miedos”. Marta se dirigió presurosa al consultorio lindero donde una amable enfermera la atendió.
Salió a la calle sin saber que rumbo imponerse durante esos desgarradores ciento veinte minutos de zozobra. Pensó en ir al cine, como le aconsejaran, pero recordó la “premonición” cinematográfica del día en que murió su padre y desechó toda posibilidad de escabullirse hacia una sala oscura. Entró a un bar y pidió un té. El tiempo le parecía infinitamente extenso y antes que el mozo la hubiese servido abandonó el lugar dejando el dinero correspondiente sobre una mesa aún vacía. Subió a un ómnibus cualquiera, suponiendo que el incierto viaje aceleraría el transcurrir del tiempo. Cuando el primer semáforo detuvo al vehículo pidió al conductor le abriese la puerta y descendió. Comenzó a vagar por la ciudad, sin rumbo. Era invierno y la noche llegó rápidamente, acentuando la sensación de desamparo. Abrió la cartera e ingirió tranquilizantes en una dosis muy superior a la normal. Sus pasos no los determinaba ella sino la facilidad brindada por el terreno. La calle que bajaba hacia la costa la aproximó a la rambla, en la zona del barrio sur, donde no hay arena ni playa y el agua se estrella contra el murallón. El viento hacía que las olas se elevasen mojando a la solitaria transeúnte. Marta recordó “Cleo de 5 a 7”, no pudo comprender la actitud de la protagonista en aquellas dos horas, se preguntó si finalmente se habría salvado o si el resultado del examen la condenó. La muerte se le hacía una presencia cercana, miró hacia el lado opuesto al mar y allí surgieron los oscuros cipreses del cementerio Central, recortándose por encima de un muro que sintió “cadavéricamente iluminado por la luna”. Esta vez el análisis revelará lo que temo, se dijo al tiempo que dejaba caer su cuerpo adormilado en las revueltas aguas.
Ya sobre la hora de abandonar el consultorio, el médico comprobó que el examen de Marta era normal y preguntó a su asistenta si la paciente había venido a recoger el resultado. Ante la respuesta negativa, el médico dio por descontado que el temor había actuado una vez más y Marta no se atrevía a enfrentar una realidad que afortunadamente era inocua. Suponiendo la noche de angustia que aguardaba a la mujer, indicó le enviasen un e-mail con las buenas nuevas. Jamás fue abierto aquel mensaje en el que se leía: “Todo bien. Que tengas felices sueños. Nos vemos en seis meses.”

1 comentarios:

Blogger Pancho ha dicho...

Felicitaciones! Muy buenos los cuentos, nuestros.

6 de febrero de 2009, 17:17  

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